
Llegué a Benagalbón en septiembre de 1980. Mi primera tutoría fue un séptimo de EGB. No he olvidado a aquellos alumnos de 13 y 14 años. Pepe, Manolito, Paco, Enrique, Salvador, Salvori, espigados, fuertes, con la piel curtida y callos en las manos. Cuando terminaban el colegio, ayudaban en los huertos familiares, dominaban las labores agrícolas y ganaderas. Sus padres pertenecían a la primera generación que había tenido que cambiar el campo por la construcción, trabajaban de albañiles o de peones en empresas malagueñas que se movían por la costa y los hijos compaginaban la escuela con su responsabilidad en las tareas del campo.
Recuerdo con especial cariño a los alumnos de El Valdés. Eran niños con una sensibilidad diferente. Académicamente fracasaban, eran considerados no aptos por la enseñanza tradicional al uso. Sin embargo, aquellos jóvenes eran capaces de cavar una viña, desmontar y arreglar el motor de su moto de 49 centímetros cúbicos o de estar un fin de semana vendiendo sacos de patatas en un cruce de carreteras del Campo de Gibraltar. Pasaban el verano yendo a Murcia o Manilva por uvas. La viña es un coñazo, maestro, hay que estar alrededor de ella todo el tiempo. Podar, sarmentar, cavar, vinar, sulfatar, despuntar, tapar, vendimiar… todo el año liados en unos pechos en los que no entran tractores ni nada, tenemos que usar amocafres, hasta los palos de los azadones sobran. Después, las pasas en los paseros, pendientes del cielo para poner los toldos en cuanto cae una gota. Antonio, ezo noztá pagao con ná.
Esa fue la última generación de jóvenes que se relacionaban con la tierra, que sabían los nombres de los árboles y de las plantas, que controlaban los cultivos de cada estación y los ritmos de la naturaleza. La mayoría de los adolescentes de ahora no distingue una encina de un olivo, el secano del regadío, las especies autóctonas de las foráneas. De una generación a otra se ha perdido la sabiduría acumulada durante miles de años, se ha producido una desconexión brutal con la Naturaleza, una enajenación artificial de la producción de alimentos, un desenraizamiento con el planeta de consecuencias imprevisibles.
Te he contado hasta ahora cómo he vivido la llegada de los motores a mi vida y a la sociedad que me rodea y quiero que sepas mi opinión acerca de este proceso de industrialización y modernización que ha concluido en la llamada globalización. Cuestionar que ha habido progreso, carece de sentido. Que vivimos mejor después de esta revolución es una obviedad. Que las máquinas en general y los electrodomésticos en especial han hecho más fácil y confortable la existencia es indiscutible. El último siglo ha cambiado radicalmente el paisaje rural y el urbano. Grandes edificios, carreteras, autopistas, coches, metros, aviones, cosechadoras, ordenadores, teléfonos móviles, todo diseñado para aumentar la calidad de vida.
Pero si ponemos la lupa en este macroproceso, descubriremos que no todo se ha hecho bien y, sobre todo, que no se han elegido ni el camino adecuado ni las formas correctas. El desarrollo tecnológico se ha dejado en manos de un poder fáctico supranacional sin escrúpulos que usa a los gobiernos -democráticos o no- para conseguir sus fines: perpetuarse en el poder y enriquecerse cada vez más. Los ricos son cada día más ricos y los pobres cada día más pobres. Se tiran a la basura millones de toneladas de alimentos mientras los habitantes del tercer mundo mueren de hambre. Los medios de producción -como los de comunicación- están en manos de una élite feroz que no entiende de justicia, equidad, solidaridad o redistribución de la riqueza.
Por mantener la sartén por el mango, lo mismo fuerzan guerras -el negocio de las armas es de los más rentables- que ignoran las alarmas de los científicos que advierten de las irreversibles consecuencias del efecto invernadero o del calentamiento global. Las miles de especies desaparecidas y las que están a punto de extinguirse les traen al pairo. Los contratos de los trabajadores son cada día más leoninos. Las petroleras ganan más. Las textiles ganan más. Las farmacéuticas ganan más. Los bancos ganan más. Y cada vez hay más pobres que son más pobres.
Mira este dato como ejemplo. Las grandes empresas españolas de todos los ramos están publicando sus balances de 2016. Todas coinciden en superávits muy positivos y en que la crisis está superada. Sin embargo, el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea, el gobierno y la patronal, lejos de aconsejar un reparto equitativo de los beneficios entre los asalariados, apuntan ya a profundizar en las políticas que han dado lugar a esa plusvalía, es decir, más reformas, más recortes, más precariedad en el empleo…
¿Qué podemos hacer? Pues podemos hacer mucho. De entrada replantearnos nuestra participación política, nuestro compromiso social. ¿Qué hacemos además de votar cada cuatro años, a quién votamos, de qué nos sirve? Replantearnos el consumo. Este sistema se hunde si no consumimos o lo hacemos con moderación. Comprar lo indispensable, lo que realmente necesitemos. Mirar las etiquetas, saber de qué está hecho lo que compramos, dónde y por quién. La publicidad nos intoxica hasta hacernos creer que somos más felices cuanto más tenemos, pero en el fondo sabemos que no es así.
Replantearnos nuestra relación con el Universo y con la Tierra. Recuperar el contacto directo con ella, relacionarnos con nuestra energía telúrica, poner consciencia en nuestro cordón umbilical con la atmósfera, reaprender los ciclos de la Naturaleza, aprender a cultivar nuestros propios alimentos ecológicos, hacernos responsables de nuestra salud.
Replantearnos nuestra existencia, a qué hemos venido aquí. Nos pasamos la vida en un estado de ensoñación permanente, de anhelos y frustraciones, de apegos y miedos, a caballo entre los errores del pasado y los posibles éxitos futuros, sin disfrutar del presente, sin aceptar lo que ya es. Esperamos soluciones externas -políticas, financieras, amorosas- pero la solución está en nuestro interior. Somos seres completos. Tenemos que recuperar nuestra capacidad de oírnos y encontrarle sentido a Todo.
Nuestra razón de ser es crecer, hacernos mejores personas, ser más comprensivos y amorosos y e influenciar en nuestro entorno en la medida de nuestras posibilidades. Para este crecimiento personal hay un camino milenario que en occidente se usa poco pero que da los mejores resultados: la meditación. Pero eso es otra historia.
La próxima.
Antonio Delgado Cabeza, 10/03/2017

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