
La idea del artículo Semana Santa, el espectáculo de la civilización, publicado ayer, es simple: hay que denunciar, en el sentido jurídico de la palabra, el Concordato de España con la Santa Sede, de 1979, y la Alianza de civilizaciones, de 2007. Y las procesiones, cumplir el reglamento de espectáculos ejerciendo el derecho de manifestación. Tal cambio de enfoque y tratamiento ‑nada ofensivo con la fe o las creencias del personal‑ está al alcance de generaciones que han visto cambiar el mundo, aunque solo sea la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de las Torres Gemelas (el del franquismo, que nos habían dicho en 1975‑78, está por ver).
Las objeciones al artículo alegan el patrimonio, la cultura, la costumbre, la tradición, el arte o la devoción popular que encierra y cabe en la Semana Santa, lo que en conjunto justificaría la subvención por parte del Estado y Ayuntamientos y, no digamos, del Estado del Bienestar, en pro de las fiestas populares. Vamos por partes populares:
Lola Flores o Rocío Jurado fueron [sentidas como] patrimonio de España. Ninguna recibió ayuda del Estado. Lola Flores tuvo problemas con Hacienda.
Costumbre en España es la siesta o los viernes por la noche juntarse matrimonios para cenar, fuera o en casa, y jóvenes en botellón. Nada de eso está subvencionado.
Tradición es embuchar la matanza, hacer conservas, celebrar las bodas, vendimiar y fermentar la uva y brindar con vino. Y cada uno se paga sus copas.
Y en cuanto al arte, ni el de la SS es tanto como se dice ni ‑cuando lo es‑ debía escapar a la ley de conservación del patrimonio del Estado, imágenes y enseres que cuando quieren son de las hermandades (para sacarlo en procesión: ¿se imaginan el Guernica a la intemperie?) y cuando quieren son del Estado ‑llegada la hora de la restauración del crucificado aquel.
Devoción y lágrimas se dan ante un concierto de David Bisbal o Enrique Iglesias. Sus fans hacen largas colas para conseguir la entrada. Lloran con su ídolo, alta emoción e histeria.
De la fiesta, mejor no habar. Vergüenza o pudor debiera dar a la Iglesia hacer fiesta del dolor y muerte de su líder. Es aberración que el propio cristianismo, de base y protestante, discute. Otra sustancia, festiva, tendría celebrar la Resurrección. Pero el Estado ‑tanto si quiere ser aconfesional o laico como si quiere equidistar de las tres culturas, de las tres religiones‑, ¿qué pinta ahí?
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