
Lo mismo que en arte y en historia del arte cristiano se habla de un programa iconográfico más allá del qué bonito o qué espectacular de tal o cual fachada, vidriera o altar de catedral (programa donde, desde la preiconografía, se dilucida lo sensorial, lo racional y lo simbólico o alegórico que a primera vista no se ve), así podríamos hacer el programa iconológico o didáctico (o comentario del texto) del sistema educativo, más allá de educación para todos o libertad de enseñanza, tópicos así.
Veríamos que el sistema educativo viene de una universidad como institución administradora de la cultura y del saber (básicamente en poder de la Iglesia) y de unos gremios transmisores de los oficios manuales, oficios que la universidad ignoraba o despreciaba (excepción hecha de artes manuales relacionadas con la palabra de Dios, como los libros, o la misa, como la vinicultura). Sobre esa biparticipación se levanta la división entre trabajo intelectual (en realidad, no‑trabajo) y trabajo físico, división que en casi nada se ha movido de donde estaba en la sociedad medieval, aquella que distinguía entre oratores, laboratores y bellatores.
La historia de la enseñanza reglada (pública en el sentido de estatal y obligatoria, aunque se curse por vía privada o religiosa) es la historia de una formación profesional (en sentido amplio, todo es efepé) ligada a las necesidades de puestos de mando y dirección y técnicos cualificados junto a mano de obra cualificada para el manejo de complejas máquinas que el obrero no podía manejar sin preparación, ni estropear. En la revolución industrial empieza el programa a dejarse ver.
Primero, un profesor formado en y para la universidad como profesional liberal que, de pronto, al masificarse su número (oferta) y ser llamado al servicio del bachillerato y formación profesional (demanda), se ve expulsado de la universidad y al otro lado del río del sistema de cátedras donde fue educado. Primer gran cambio.
El segundo gran cambio fue que una minoría de estudiantes lograra subir, gracias a sus estudios, en la escala social y acceder a un no‑trabajo; excepción que confirma la regla porque la mayoría seguirá destinada a un trabajo manual. En lenguaje 15‑M, podría decirse que si no había pan para tanto chorizo, tampoco hay conservatorio para tanto artista. Se ha agrandado la brecha, el divorcio, entre vocaciones personales (todos quieren vivir bien) y mercado de trabajo (alguien tiene que bajar a la mina o subir al andamio).
El bálsamo aparente es igualdad de oportunidades en el marco de libertad de enseñanza, dos lemas propios del Estado del Bienestar que no se tienen en pie: la igualdad no es real y la libertad solo está al alcance de quien la puede pagar (comprar, habría que decir), y vienen ahí la mano de obra de inmigración (para los trabajos peor pagados) y las enseñanzas privada y religiosa, vías por donde las familias que quieren/pueden escapan a la educación común al resto del Estado. Para quienes mejor viven, o sea. La desigualdad se hace endémica (o sistémica).
Ahora, ponga usted a una asamblea de docentes ante un congreso educativo o en una mesa redonda donde cada docente exprese su voluntad. No habrá forma de entenderse. Las secuelas de una formación universitaria son todavía muy notorias a nivel personal y la jerarquía en cátedras y agregadurías se reproduce entre institutos de bachillerato y de efepé y entre institutos y colegios, por no hablar de diferencias entre la pública, la privada y la concertada. Por su parte, el Estado liberal, a favor de la iniciativa privada en lo económico, es incapaz: (1º) de fidelizar al estudiantado (que las becas fueran prepagos al futuro funcionariado); (2º) de planificar la demanda efectiva de puestos de trabajo que la sociedad va a necesitar y (3º) de renunciar a la farsa de la investigación y de la efepé y encomendárselas a las empresas para que cada empresa forme (¿quién lo haría mejor?) los cerebritos y la mano de obra cualificada que necesitan, o sea, en cierta forma: volver a los gremios del aprendiz, del maestro y del oficial.
Lo que queda es absurdo. Absurda, la pervivencia de la actual Universidad y, absurdo, decirle a cada joven en edad de estudiar: tú estudia lo que te guste estudiar, al margen de tu futuro laboral y de las necesidades de contratación real. Lo más normal es que, entre millones de vocaciones, solo una pocas triunfen y se salgan con la suya y, aun estas carreras, casi siempre, para ser ejercidas en consultas y despachos particulares de beneficio privado. Este es el conflicto secreto que profesores y profesoras y sindicatos profesionales callan. Se postula entonces, como falso programa iconológico, la excelencia docente y que la educación (en buenos modales, en bellas artes y en cultura) cambiará el mundo (¡qué más quisiéramos!), cuando es el mundo lo que habría que cambiar para que cambie la educación.
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