—Firmas para la Feria de antes
La Feria se cerró y nadie dijo nada.
Bécquer, en 1869: «La feria de Sevilla es muy moderna.»
Manuel Alonso Escacena, en 2023: «La Feria está cutre.»
»La Feria no es la Semana Santa, que debe respetar cánones de siglos y está unida a otros valores artísticos y religiosos que no admiten novedades; la feria, muy bonita, muy sevillana, muy colorista, muy encantadora es una feria, una verbena inmensa, pero no más. Música, baile, comida y paseo; fin. Y la feria, en relación a lo que mueve, a lo que representa y a lo que aporta, está que da pena. Debemos recordar que la feria tiene un impacto en la ciudad de 900 millones de euros. Y el Ayuntamiento que gestiona un activo que proporciona semejante cantidad de pasta no puede permitir un entorno normativo y de control policial de la era de las cavernas.»
*El Cecop (Centro de Coordinación Operativa) Feria: Ayuntamiento +Gobierno de España +Junta de Andalucía. Está participado por Policía Local, Nacional y Guardia Civil, Bomberos, Protección Civil, 061, 112, Metro de Sevilla, DGT, áreas municipales de Movilidad, Salud, Control y Protección Animal, Fiestas Mayores, Consumo, Urbanismo y Medio Ambiente, Parques y Jardines y Distrito Los Remedios; Lipasam, Tussam y Emasesa, más la presencia de la Confederación de Empresarios de Sevilla.
Al Cecop añádanle la sociedad de feriantes (SF). La SF toma la Feria colectiva como feria individual de cada feriante. De viernes pre Feria a mediodía, a miércoles (fiesta local) incluido, cada feriante ha tenido seis días, seis, de uso continuo de su caseta y del real, los mismos días que antes de la reforma a la Feria de sábado a sábado que cursa la Feria desde 2017. 6 días, 6: nuestra o nuestro feriante está, de cuerpo y de cartera, más que cumplido y satisfecho. Así las cosas, en vez de prosperar la Feria en línea con lo moderno de su origen civil y laico (una Feria de diez días abierta hasta el día de ayer, lunes uno de mayo), se reactiva la campaña de firmas para volver al Lunes del Pescaíto.
—Firmas para la Feria de antes
Las cosas tienen su tiempo y requieren evolución. La Feria no es la Semana Santa, que debe respetar cánones de siglos y está unida a otros valores artísticos y religiosos que no admiten novedades; la feria, muy bonita, muy sevillana, muy colorista, muy encantadora y que a quien escribe le encanta, es, señores, una feria, una verbena inmensa, pero no más. Música, baile, comida y paseo; fin. La única fiesta frívola que Sevilla mantiene, que no está dedicada a un Cristo o a una Virgen. Y la feria, en relación a lo que mueve, a lo que representa y a lo que aporta, está que da pena. Debemos recordar que la feria tiene un impacto en la ciudad de 900 millones de euros. El Sevilla F.C. contó con un presupuesto de 243,7 millones en 2022-2023. El Betis, 156 millones, el Real Madrid 760. El presupuesto municipal de Sevilla para el año 2023, el mayor que ha tenido hasta ahora esta ciudad, son 1.158 millones de euros, la Consejería de Salud de la Junta, 2.300 y la de Educación 1500 millones.
Y un Ayuntamiento que tiene la obligación de gestionar un activo, que proporciona semejante cantidad de pasta a la ciudad, no puede permitir un clima, un entorno normativo y de control policial que procede de la era de las cavernas.
(La feria está cutre, Manuel Alonso Escacena, El Correo de Andalucía, 01/01/23)
Distinguimos lo verdadero y lo falso, lo verosímil y lo imposible, las verdades del tiempo y las verdades y mentiras del arte y la literatura. Y distinguimos la feria mercado (días feriados), de fiesta por feria de mercado. Salvo la feria mercado de ganado, la feria fiesta de Sevilla tuvo que ser una prueba de época; de época, indumentarias, cortejos y galanteos. Ni las casetas ni las corridas ni los caballos ni los vestidos ni los trajes, nada de eso era típico de tipo ejemplo característico de una especie o género sevillano o andaluz.
El modo de encarar la Feria por parte del Ayuntamiento quizá lo explica todo, también la descortesía de este sábado ajeno al puente y a la gente de lunes y martes festivos. La inmutabilidad del sábado a las 24 horas equipara días de feria con un calendario de días que también quisieran ser sagrados, otra semana santa o sea.
El último quorum lo expresó la ciudad de Sevilla a preguntas del excelentísimo Ayuntamiento en Sevilla Decide:
Gustavo Adolfo Bécquer, sobre las fiestas de primavera de Sevilla (1869): «La Semana Santa ha ganado en ostentación y riqueza, [pero] ha perdido no poco del carácter tradicional que guarda aún en otras poblaciones. De su Feria, entre conocedores de las costumbres andaluzas en toda su pureza, nunca se borrará el recuerdo de aquellas ferias de Mairena y Ronda, de las cabalgatas a la Virgen del Rocío o las hermandades del Cristo de Torrijos: grupos de majos a caballo llevando las mujeres a las ancas, o multitud de carretas colgadas de cintas y flores, con su obligado acompañamiento de guitarras, palmas y cantares.»
Nicolás Salas en Las ferias de Sevilla (1973): «Bécquer, notario de su tiempo, creó una escuela equivocada. Los gustos del pueblo no coinciden con la élite cultural. La Feria no puede soslayar las influencias de cada época.»
eLTeNDeDeRo: Hay que entender el paralelismo entre Semana Santa y Feria que el propio Bécquer establece al principio de su artículo La feria de Sevilla, del año 1869. Tenía Bécquer 33 años y la Feria, de 1847, una edad de 22 años. En esos 22 años la Feria había evolucionado: 1863. Se instaló por primera vez el circo Price. 1864. Se cierra la Feria con fuegos artificiales. 1866. La iluminación se pasó de petróleo a gas. Aparte de eso, desde 1849 están en Sevilla y Sanlúcar de Barrameda los duques de Montpensier, pareja que tocaría todos los palos de fiestas de primavera: Semana Santa, Feria, Toros, Rocío y Corpus. Y, como señala Antonio Puente Mayor, la visita en 1863 de la emperatriz de Francia, la granadina Eugenia de Montijo. El siglo 19 es el gran siglo francés precisamente en los tres géneros que indica Bécquer y que afectan a la Feria como a todo en la ciudad: moda, galanteo y restauración. Sevilla había creado un bello cuento que exigía, para ser cierto, parar el tiempo y aparcar las clases sociales. Es lo que sigue haciendo la sociedad de feriantes de hoy. Solo así se entiende el cierre de la Feria en mitad de un puente espléndido, espléndido para hacer caja y ganar amigos y turistas. Ya sabemos por qué nadie se queja. Señorito, dirá la gente de casetas, señorito soy yo. Y desde la pre Feria ya tengo los pies cansados.
Gustavo Adolfo Bécquer en La feria de Sevilla, 1869. Pongamos en cursiva las correcciones que le haríamos al joven Bécquer en primero de antropología y antes, en negrita, las coincidencias en que armonizamos. Si la feria de Sevilla es muy moderna, es una feria oficial, cómo se le ocurre comparar con las otras ferias (las auténticas ferias) de las que dice, encima, que son de origen popular, se crearon espontáneamente, y la costumbre, arraigada por la tradición, mantenía su concurrencia; sus anales registran los más altos hechos de la gente del bronce; en sus reales tuvo origen la celebridad de las ganaderías más famosas; en ellas, en fin, como en teatro propio de sus hazañas y gallardías, se daban a conocer los cantadores y los valientes.
La prensa culta o periodismo cultural gusta airear artículos de fondo que prueban o dejan de probar la crianza histórica, el pedigrí o adeene, de la Feria de Abril de Sevilla. Hay quien remonta al siglo 13, el mismo que dio origen al mercaíllo del Jueves. Dice Concha Pérez Carrasco para la Pablo Olavide «la primera referencia al mercadillo Jueves se remonta a 1292. En ese momento, ya era conocido como el Jueves pero no fue hasta el siglo 19 cuando se trasladó a la calle Feria. Se calcula que el mercado se celebraría desde la Reconquista de la ciudad por San Fernando, quizás como continuación de los bazares árabes». Sobre la Feria, sostiene Sevilla.org, página del Ayuntamiento de Sevilla, «la Feria fue creada por iniciativa de dos concejales que solicitaron al Pleno la recuperación de las ferias de Sevilla, una en abril y otra en septiembre. Lo de recuperar tenía todo el sentido ya que el permiso para celebrar ambas lo otorgó Alfonso X el Sabio en 1254. Los concejales fueron dos sevillanos de adopción: José María Ybarra (vasco) y Narciso Bonaplata (catalán). El Municipio solicitó de la reina Isabel II una Feria anual en abril, dejando la de septiembre para más adelante. Finalmente se aprobaron como días feriales el 18, 19 y 20 para no molestar a la feria de Mairena del Alcor».
Como testimonio de época, cobra especial tamaño la figura de Gustavo Adolfo Bécquer, sevillano que con once años pudo conocer el surgimiento de la Feria (1847) y con 33 años escribiría La feria de Sevilla (1869), artículo en tres partes para una revista de Madrid. Dios salve a quienes, por adoración o idolatría, han aclamado a ese Bécquer por tan bien distinguir en la Feria “que lo pintoresco falseado había triunfado sobre lo auténtico”, en palabras de Eva Díaz Pérez para ABC. Más fino hila Antonio Puente Mayor por El Correo de Andalucía, cuando escribe que «un impulso definitivo al cambio en los usos y formas, que Bécquer advertiría en sus últimos viajes a Sevilla, lo supuso la visita en 1863 de la emperatriz de Francia, la granadina Eugenia de Montijo, quien había accedido al trono tras desposarse con Napoleón III. En su texto de 1869, el escritor y periodista refiere cómo hasta los caleseros habían mutado el vestido, y ahora aparecían “con un sombrero de copa lleno de apabullos, una levita rancia y un corbatín de suela, en el pescante de un simón”. Por su parte, muchas sevillanas de alcurnia habían dejado de lado los mantones y los trajes de gitana por “el miriñaque”, mientras que los hombres se cubrían la cabeza con el sombrero “hongo”, el cual desfiguraba “el traje de la gente del pueblo”. También repara Bécquer en los múltiples contrastes de esta evolucionada fiesta, pues junto a las tiendas donde “se sirve la manzanilla en cañas y se fríen buñuelos” se levanta “el lujoso café-restaurant donde se encuentran paté de foie-gras, trufas, dulces y helados exquisitos”. Es necesario señalar que, cinco años antes, la feria del Prado ya contaba con fuegos artificiales, y poco después se había iluminado todo el recinto con gas. No obstante, aquel producto “como adulterado”, que refiere el poeta, también cuenta con aspectos positivos, como su “olor de flores y de tierra húmeda que embriaga”, la “multitud alegre y ruidosa ávida de placeres y emociones” que la puebla, o la “riqueza tal de luz, de color y de líneas, acompañada de un movimiento y un ruido tan grandes, que fascina y aturde”. Hoy, un azulejo en los Jardines de Murillo recuerda la redacción de este riquísimo texto, fundamental para entender una de las celebraciones más importantes de la ciudad y del sur de Europa».
¿Cómo podía acertar Bécquer en su diagnóstico a la Feria de Abril sin aplicar a la Feria y las ferias antiguas o modernas ese componente de clase que era y es lo señorito andaluz? Creo que es de esas veces que el desamparo de enfoque desmonta el trabajo y anula el esfuerzo, y el resultado queda en una colección de curiosidades de corte costumbrista, del costumbrismo malo, quiero decir. Para empezar, porque un evento nacido a mitad del siglo 19 por fuerza tiene que ser moderno o falsamente medieval. Hoy como ayer, en primera línea de Feria no se reconoce nada popular más que entendido el pueblo como al servicio de, del señorito que es quien ha ido perfilando gustos y modas y es quien paga las copas y los gañanes. Si la Feria del siglo 21 enseña y no esconde sus obediencias, ¿qué sería hace doscientos años? Clasismo y más clasismo.
La feria de Sevilla.Gustavo Adolfo Bécquer, El Museo Universal, 1869
I (Introducción a la feria como comedia humana)
No hace mucho que ocupándonos, aunque incidentalmente, de la Semana Santa en Sevilla, dijimos que el notable movimiento de adelanto que se advierte en esta hermosa ciudad de Andalucía ha impreso a sus solemnidades religiosas un sello especialísimo, merced al cual, si bien han ganado bajo el punto de vista de la ostentación y la riqueza, han perdido, y no poco, del carácter tradicional que guardan aún en otras poblaciones de menor importancia. Respecto de su célebre feria, puede repetirse algo semejante. Entre los verdaderos conocedores de las costumbres andaluzas en toda su pureza, entre los que buscan con entusiasmo las escenas y tipos y recogen con afán los cantares y giros pintorescos del lenguaje que revelan la genialidad propia de un pueblo tan digno de estudio, nunca se borrará el recuerdo de aquellas renombradas ferias de Mairena y Ronda, de las cabalgatas a la Virgen del Rocío o la vuelta de las hermandades del Cristo de Torrijos, cuando desembocaban en tropel por el histórico puente de barcas entre la nube de polvo que doraba el sol poniente o a la de las antorchas, que reflejaban su cabellera de chispas en el Guadalquivir; vistosos grupos de majos a caballo, llevando las mujeres a las ancas, o multitud de carretas colgadas de cintas y flores, con su obligado acompañamiento de guitarras, palmas y cantares. Las ferias, de origen popular, se crearon espontáneamente, y la costumbre, arraigada por la tradición, mantenía su concurrencia; sus anales registran los más altos hechos de la gente del bronce; en sus reales tuvo origen la celebridad de las ganaderías más famosas; en ellas, en fin, como en teatro propio de sus hazañas y gallardías, se daban a conocer los cantadores y los valientes. Un caballo inglés, un Dogs-Karr, un sombrerito Tanchon o cualquier cosa de este jaez hubiera sido en ellas un verdadero fenómeno. Pero pasó el reinado de la calesa, del cual, y solo como documento histórico, se conserva alguna desvencijada y rota en las antiquísimas cocheras de las Gradas. El calesero, cuya descripción sirvió de tema a tantas festivas plumas, y cuyo tipo fue modelo de tantos pintores, no fuma ya su cigarro sentado de medio ganchete en la vara, cantando y jaleando el jaco al son del alegre campanilleo, que hacía olvidar el calor, el polvo y la fatiga del camino. Estacionado en la plaza de San Francisco, con un sombrero de copa lleno de apabullos, una levita rancia y un corbatín de suela, lee hoy La Correspondencia en el pescante de un simón. El movimiento social lo ha convertido en cochero de punto. Sobre las ruinas de las tradiciones típicas y peculiares de Andalucía, de sus renombradas ferias, sus características diversiones y pintorescas zambras, se ha levantado la feria de Sevilla, que obedeciendo a un pensamiento ecléctico, quiere reunir y armonizar lo que se va con lo que viene, la tradición con las nuevas ideas. La feria de Sevilla es muy moderna, es, propiamente dicho, una feria oficial. Creada de la noche a la mañana por la voluntad del Municipio, nada le faltó ciertamente desde el primer día, y desde entonces acá viene ganando respecto a lujo, conocimiento y comodidades. Tiene, sin duda, todo lo que constituye una feria de las más renombradas; tiene algo más tal vez: por teatro un prado inmenso, cubierto de un tapiz de verdura finísima e iluminado por un sol de fuego que todo lo dora y abrillanta; por fondo la accidentada silueta de Sevilla con sus millares de azoteas y campanarios que coronan la catedral y el giraldillo; por actores una multitud alegre y ruidosa ávida de placeres y emociones, que duplica a veces la numerosa población de la ciudad. No obstante, parece que le falta algo. Allí hay vendedores y traficantes de todo género, productos de diversas industrias, muestras de las mejores ganaderías, gitanos de todas las provincias de España, tabernas y buñolerías en montón: se compra, se vende y se cambalachea; se toca, se come y se bebe; hay palmas, cantares y borracheras más o menos chistosas, pero todo ello como adulterado y compuesto con la mezcla del elemento que llaman elegante y que algunos, tratándose de esta clase de fiestas, se atreverían a calificar de cursi. En efecto, no busquéis ya sino como rara excepción el caballo enjaezado a estilo de contrabandista, la chaqueta jerezana, el marsellés y los botines blancos pespunteados de verde; no busquéis la graciosa mantilla de tiras, el vestido de faralaes y el incitante zapatito con galgas; el miriñaque y el hongo han desfigurado el traje de la gente del pueblo, y en cuanto a los jóvenes de clase más elevada que en esta ocasión solían llevar la bandera del tipo sevillano, obedecen en todo y por todo a los preceptos del último figurín. Hasta las hijas de los ricos labradores que viven en los pueblos de la provincia encargan a Honorina, o hacen traer de París los trajes que han de llevar en Sevilla durante las ferias. Junto al potro andaluz trota el poney de raza; al lado del coche de colleras, con sus caireles y campanillas, pasa la carretela a la grand Dumont con sus postillones de peluca empolvada; tocando al tendujo donde se bebe la manzanilla en cañas y se venden pescadillas de Cádiz y se fríen buñuelos, se levanta el lujoso café restaurant donde se encuentran paté de foie-gras, trufas dulces y helados exquisitos; el piano, con su diluvio de notas secas y vibrantes, atropella y ahoga los suaves y melancólicos tonos de la guitarra; los últimos y quejumbrosos ecos del polo de tóbalo se confunden con el estridente grito final de una cavatina de Verdi. No obstante estos inarmónicos detalles, que solo pueden apreciar bien los que conocen a fondo el país y sus ya degenerados tipos, como cuestión de visualidad y de alegría, la feria de Sevilla no tan solo no desmiente, sino que supera la fama de que goza, fama que se acrecienta de día en día y de la que son claro testimonio la infinidad de viajeros que acuden a ella procedentes de todas las provincias de España y de las más principales naciones europeas.
II (Acto primero de la comedia)
La gran afluencia de forasteros que se nota en Sevilla por esta época convierte la cuestión de alojamientos en una verdadera dificultad: aunque se multiplican prodigiosamente las casas de hospedaje y desde la popular posada hasta el aristocrático hotel rivalizan en la resolución del problema, que consiste en encajonar doce donde apenas caben cuatro, todavía no bastan y los apuros y trastornos que de aquí resultan, todos vienen a resolverse en un alarmante menoscabo del bolsillo. Los únicos que, merced a la benignidad del clima y a sus patriarcales costumbres, encuentran zanjados desde luego todos estos inconvenientes son los forasteros procedentes de los lugares circunvecinos, que en numerosas tribus se instalan en los zaguanes de las casas o toman las aceras por colchón, esperando la primera luz del día para levantarse. Sin duda alguna las horas más alegres de la feria son las primeras de la mañana. Apenas comienza a rayar el alba, las mujeres se apresuran a regar y barrer las calles del tránsito; cada balcón es un jardín; la luz viene creciendo y dorando las veletas y los miradores; hay un olor de flores y de tierra húmeda que embriaga; se siente un aire fresco y vivificador que se aspira con deleite. A medida que aumenta la claridad, se hace mayor el movimiento de la multitud que comienza a invadir las calles, y se ven bandadas de jóvenes que con la guitarra al hombro y la bota bajo el brazo, se dirigen al prado de San Sebastián, mientras por otra parte cruzan numerosos y alegres grupos de muchachas con vestidos claros y ligeros, que llevan por todo adorno un manojo de rosas y alelíes en la cabeza. La aristocracia tiene el buen gusto de no emperejilarse desde tan temprano y acudir al punto de cita en traje de negligé siempre más cómodo y gracioso; algunos llevan su condescendencia hasta resucitar el sombrero redondo y la chaquetilla torera, y lo que es más raro, suele verse tal cual muchacha perteneciente a una clase distinguida bajar al prado, vestida al uso del país, sobre un caballo, con jaez de caireles. El panorama que ofrece el real de la feria desde la Puerta de San Fernando es imposible describirlo con palabras y apenas el lápiz lo podría reproducir en conjunto. Hay una riqueza tal de luz, de color y de líneas, acompañada de un movimiento y un ruido tan grandes, que fascina y aturde. Figuraos al través de la gasa de oro que finge el polvo, su llanura, tendida y verde como la esmeralda, el cielo azul y brillante, el aire como inflamado por los rayos de un sol de fuego que todo lo rodea, lo colora y lo enciende. Por un lado se ven las blancas azoteas de Sevilla, los campanarios de sus iglesias, los moriscos miradores, la verdura de los jardines que rebosa por cima de las tapias, los torreones árabes y romanos de los muros. La catedral, en fin, con sus agujas airosas, sus arbotantes fortísimos, sus pretiles calados y la Giralda por remate, que parece un navío de piedra al anclar sobre los rojizos tejados de la ciudad. Por otra parte, y extendiéndose hasta perderse de vista, se descubren millares de tiendas de campaña, formadas de telas vistosas y empavesadas con banderas y gallardetes de infinitos colores; largas filas de casetas vestidas de pabellones blancos y adornadas con cintas y ramos, delante de las cuales fríen los gitanos los obligados buñuelos y desde donde se eleva el humo de las sartenes, en penachos azules; diseminadas acá y allá, fondas improvisadas, cafés al aire libre, tabernas, sombrajos, puestos de flores, de frutas, de juguetes y baratijas, entre los que se distinguen, procurando llamar la atención, saltimbanquis que tragan espadas desnudas, ciegos que cantan jácaras, farsantes que enseñan monstruos vivos, circulando por medio de una inmensa multitud de gentes que van y vienen sin cesar y de los cuales unos se agrupan a la puerta de un tendujo a oír un jaleo, otros se sientan a la ronda para despachar la pitanza, estos se pasean, aquellos se requiebran, los de más allá riñen, presentando el conjunto más abigarrado y movible que puede imaginarse. En estas horas de la mañana, que, como dejamos dicho, son las más animadas de la feria, tienen lugar las ventas, trueques y transacciones que son su objeto principal. Abandonando el punto en que se agitan los que solo tratan de divertirse, se encuentran descansados rellanos y suaves laderas donde pueden admirarse grupos pintorescos de la gente de campo, con los trajes característicos del país, y magníficas muestras de las mejores ganaderías andaluzas. En este sitio, en vez de elegantes tiendas y vistosas buñolerías, se descubren esos sombrajos hechos de tres palos y una estera de palma, propios de los cortijos; entre los rediles, donde se apiñan millares de ovejas, se ve a los pastores encender la lumbre y hacer tasajos una res para aviar el almuerzo. Los vaqueros, sobre caballos del país, acosan, garrocha en mano, las vacas y los toros, y los reúnen o los separan a fin de que los compradores los examinen a su gusto; los dueños de las yeguadas asisten a la prueba de los potros, y entre esta reunión de gentes que hablan y gesticulan ponderando las excelencias de los animales, circulan, salpicamentando los diálogos con sus chistes y ocurrencias, multitud de gitanos, que esquilan un borriquillo o pulen y aderezan un penco, que, gracias a su palique, encajarán como una ganga a algún inocente. Poco a poco el sol se remonta, y a medida que se deja sentir la abrasadora acción de los rayos van disminuyendo la concurrencia, la animación y la bulla. Los forasteros pobres toman nuevamente las aceras por cama y duermen la siesta a la sombra de los monumentos históricos. Las muchachas de la ciudad vuelven encarnadas como amapolas, cubiertas de sudor y de polvo, pero satisfechas y alegres a buscar el fresco de sus patios; los paseantes unos se refugian en los cafés y las fondas y otros entran en las tiendas de campaña propias o de sus amigos, donde encuentran dispuesto un opíparo almuerzo, servido con todos los perfiles del más refinado gusto. Los vendedores tienden el sombrajo y se acuestan al pie de la mesa; las gitanas apagan la lumbre de los anafes, los ganaderos dan orden de que se retiren los rebaños que se alejan lentamente al son de la esquila de los guiones, y reina un silencio extraño, interrumpido solo por el monótono canto de los grillos y las chicharras; silencio que cuando el sol está en lo más alto del cielo recuerda el de la hora de la siesta en Sevilla, que tanto se parece a una noche con luz.
III (Acto segundo de la comedia y llanto final)
Cuando el sol suspendido sobre las lomas de San Juan de Aznalfarache hiere la ciudad con sus oblicuos rayos y prolonga, sobre la llanura que la rodea la sombra de sus murallas y sus torres, la multitud comienza nuevamente a dar señales de vida encaminándose al prado de San Sebastián. La brisa de la tarde, que se levanta del río, refresca la atmósfera con su soplo húmedo y cargado de perfumes; los dependientes del Municipio apagan el polvo de los paseos y comienza lo que podríamos llamar el segundo acto de la comedia. La decoración es la misma, pero los actores han cambiado de traje y de aspecto. La feria de la tarde es la feria de la elegancia y el buen tono. Las figuras que se destacan en primer término pertenecen a la aristocracia o a esa otra clase más modesta que hace esfuerzos desesperados por seguirla pisándola los talones. El pueblo acude como espectador. Cuantos carruajes se han encontrado en la ciudad y en algunas leguas a la redonda se ponen en movimiento, desde la elegante victoria al desvencijado alquilón. A veces y como un fantasma evocado de otra edad, aparece una calesa. La animación y la vida, antes diseminadas por todos los ámbitos del prado se concentran ahora en tres o cuatro puntos. En el paseo de las gentes de a pie, donde arrastran las elegantes de cortos medios sus largas colas por delante de una quíntuple fila de curiosos sentados en sillas; en el paseo destinado a los carruajes, por donde circulan todo género de vehículos confundidos y mezclados con multitud de jinetes; a lo largo de las hileras de puestos de juguetes, estación de los padres de familia, las amas de cría y los niños alrededor de las tiendas de campaña de propiedad particular, a cuyas puertas, y como en son de parada, se sientan los dueños vestidos de punta en blanco, y en posturas académicas. No es fácil dar idea al aire de afectada animación y buen tono que reina en esta segunda parte del espectáculo. La gente del pueblo anda como encogida por entre aquellas oleadas de seda y de blondas sin comprender qué objeto guía a los que se reúnen como ellos a cantar, beber, bailar y divertirse, y se limitan a solo dar vueltas gravemente alrededor de un punto al compás de una música militar que toca piezas de ópera con solos de cornetín y dúos de clarinete y figle. Pasa al fin la hora del crepúsculo, entra la noche, comienzan a brillar las luces, desfilan los paseantes compuestos, se alejan los coches, desaparecen los jinetes, las buñoleras levantan el grito. Las tabernas se llenan de parroquianos la gente menuda vuelve a apiñarse y a ir y venir gozosa entre aquella obscuridad que se presta a todo género de expansiones, y tornan a oírse voces, pitidos, pregones, risas, requiebros, palmas, músicas y cantares. En tanto que se reanuda el hilo de la fiesta popular, la elegancia que ha desaparecido entre bastidores cambia por tercera vez de traje para asistir a las soirées y a los bailes. Estos tienen lugar en las lujosas tiendas que el Casino y los diferentes círculos de Sevilla disponen al efecto en el mismo campo de la feria. No hay para qué decir que son de etiqueta rigurosa. Frac negro y corbata blanca; hombros desnudos, cola inconmensurable, tules, gasa, blondas y pedrería. Los carruajes llegan unos tras otros a depositar su elegante y perfumada carga en el vestíbulo de las tiendas; los lacayos se llaman con el apellido o título de sus señores y abren y cierran las portezuelas haciendo grotescos saludos. Todo aquello recuerda algo el vestíbulo del teatro Real una noche que canta la Patti. Luego avanza la noche, las luces se van apagando; los vendedores, roncos de vocear y beber aguardiente, se esconden otra vez bajo los puestos como el caracol en su concha; las gitanas recogen los trebejos y soplan los candiles; los incansables caballos del tío vivo dejan de dar vueltas y cesa su acompañamiento de bombo y corneta de pistón; el último acorde de la música de los bailes, se desvanece temblando; entre la obscuridad brilla alguna luz solitaria y perdida como una estrella; por el suelo se distinguen confusamente montones de gentes tendidas que dan a la llanura el aspecto de un campo de batalla. Es la hora en que el peso de la noche cae como una losa de plomo y rinde a los más inquietos e infatigables. Solo allá, lejos, se oye el ruido lento y compasado de las palmas y una voz quejumbrosa y doliente que entona las tristes o las seguidillas del Fillo (Francisco Ortega Vargas). Es un grupo de gente flamenca y de pura raza que alrededor de una mesa coja y de un jarro vacío cantan lo hondo sin acompañamiento de guitarra, graves y extasiados como sacerdotes de un culto abolido, que se reúnen en el silencio de la noche a recordar las glorias de otros días y a cantar llorando como los judíos super fluminem Babiloniae.
—Para fijación del texto y epígrafes de las partes: La Feria de Sevilla, Mª Carmen Díaz de Alda Heikkilä, en Bécquer, periodista (Ed. María Pilar Palomo y Concepción Núñez), Madrid, Fundación Universitaria Española, 2016, pp. 489-510, consultado en pdf
—Eva Díaz Pérez, Bécquer, ácida crónica en Sevilla de un feriante nostálgico
—Antonio Puente Mayor, La Sevilla que conoció Bécquer
—La Sevilla que respondió a la encuesta de sábado a sábado
—Cronología de la Feria de Abril