Aquella mujer, madre a los treinta años, tenía un hijo y una hija cuyos tratos con la higiene me hicieron pensar.
Yo venía de una familia acostumbrada a ducha diaria, tanto que me ponía especialmente pesado cuando en las películas de zona euro veía protagonistas que salían de la cama y se vestían para la calle sin pasar por la ducha; o cuando se sentaban a comer sin lavarse las manos.
Un día en casa, al ordenar yo la ducha de cada uno por su orden ‑el niño de once y la niña de ocho años‑ me llevé la sorpresa. Me dijo la niña:
—Hoy no me toca lavarme el pelo, que me lo lavé ayer.
Y a partir ahí, Carta al feminismo de pelo largo.