denuestos al libro.

(contra la cultura que se las de culta y de leída.)

He hurgado, ya se sabe, como un ladrón los viejos libros
y las páginas que faltan buscado codicioso
pues piensa el descreído que todo libro es sagrado
y toda obra, incompleta.

Si no me interesó la conversación de los hombres,
sí en cambio su escritura. Perdí mi luz
por entre líneas de polvo de luminosa fábrica.

Memoria confusa guardo de larga arqueología,
a veces sólo un versículo, cuatro palabras, ruido.
Nunca descifré los renglones de El que todo lo escribe
y hace tiempo aprendí la dulcísima piedad de la mentira.

(Daniel Lebrato, De quien mata a un gigante, 1987)


Esto no es un manifiesto ni contramanifiesto. Hay mucha gente que se ha jugado la vida a libros y ahora lo está pasando mal. Un respeto.

Me refiero al libro como ambición o impostura:

—Este es mi libro. He aquí mi libro o mi poema.— Lo que siempre fue vanidad y es ahora, en tiempos digitales, cargo al bolsillo ajeno, no transitivo (cuando tú lees en digital y, en cambio, quieres que quien te lea compre tu libro y pase por caja) y, encima y además, de obsolescencia programada, pues sabes el fin de vida útil de tu producto ante generaciones (las de tus hijos y nietos) que no tendrán librerías ni libros, más que si heredan los tuyos.

Poderosos hilos mueven la trama. Es propio de los grandes imperios y de los viejos sistemas morir matando o negando su muerte. ¿Y quién podrá hablar mal del libro?

Pero el libro, la lectura, es espacio del ocio, y el ocio solo es de Dios. Frente al exhibicionismo, el libro como callada senda por donde han ido, queden ustedes con este episodio más o menos del año 87:

He hurgado, ya se sabe, como un ladrón los viejos libros
y las páginas que faltan buscado codicioso
pues piensa el descreído que todo libro es sagrado
y toda obra, incompleta.

Si no me interesó la conversación de los hombres,
sí en cambio su escritura. Perdí mi luz
por entre líneas de polvo de luminosa fábrica.

Memoria confusa guardo de larga arqueología,
a veces sólo un versículo, cuatro palabras, ruido.
Nunca descifré los renglones de El que todo lo escribe
y hace tiempo aprendí la dulcísima piedad de la mentira.

(Daniel Lebrato, De quien mata a un gigante, 1987)

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