de amicitia.

Cursaba yo el bachillerato, cuando el profesor de latín nos dio a traducir fragmentos del De amicitia, tratado sobre la amistad, de Cicerón: «La amistad no tiene por qué durar para siempre».[1] Leyendo El inmoralista (L’Immoraliste), de André Guide (1902), me quedé con esta otra frase: «Amaba más la amistad que a los amigos mismos».[2] Entre Cicerón y Guide, he montado mi vida, y perdón si sueno pedante o libresco: el guion me exige ser sincero.

La amistad se nutre, positivamente, de trato (o roce) y circunstancias. Las fuentes de la amistad son cinco: la familia, la escuela (en sentido amplio mientras duren nuestros estudios), el trabajo (o tiempo económico frente al tiempo libre), hábitos o aficiones, y sexualidad o sexo. Luego vienen los factores negativos, que van restando amistades, fundamentalmente dos: la edad, y el desencanto.

Incluyo la sexualidad como fuente de amistad porque mi trompicona vida amorosa me ha aconsejado “terminar como amigos” lo que empezó como fieras y a base de excesos. Lo demás, dirán ustedes, ¡menudo descubrimiento…! La infancia, la adolescencia, ¿cómo no iban a ser propicias a la amistad? Si las menciono es porque vivo en un ambiente dado a reuniones de antiguos alumnos, que se reúnen sin, por eso, renovar vínculos perdidos; de ahí, que me interese más cómo se sale de la amistad que cómo se ingresa en ella. “No la entrada, la salida hace a los hombres venturosos”, subrayado esta vez en Cervantes.[3] Mi aportación a la amistad ha sido desembarazarme a tiempo de ella y no cargar con obligaciones fuera de espacio o tiempo, algo que veo que ocurre en mi entorno. La última frase me la dicta William Wordsworth, en su Oda a la inmortalidad, que yo adapté para la amistad: la amistad permanece en el recuerdo.[4]

Llega un momento que la amistad, como el amor, como motores de nuestra vida, pierde fuelle. Y es inútil luchar. Es el inútil combate, de Marguerite Yourcenar. Y, lo mismo que es conquista de nuestro tiempo la figura de mi ex, mujer a la que en otro tiempo (no tan remoto) yo, el varón, hubiera matado por “la maté porque era mía”, veo igual conquista el ex amigo o la ex amiga cuya belleza me pertenece, aunque al presente las circunstancias de cada uno nos lleven por derivas diferentes. Esta política me ha servido para salvar los muebles del recuerdo de gente muy querida; gente con la que, sin embargo, al día de hoy no sabría muy bien qué hacer. Sin duda, las costumbres que trae la edad (hábitos, manías, prescripciones facultativas) van cortando las alas a la amistad. Pero hay factores protectores que hacen propicia la amistad emérita, esa que, a su manera, transcurre al margen de la exigencia que no se cura sino con la presencia, como pedía el Cántico de San Juan: «mira que la dolencia/ de amor, que no se cura/ sino con la presencia y la figura.»

Mis amigos de la Escuela Francesa, de la facultad de letras, del Partido; mi hermano Sexto o el resto de mis hermanos; mis compañías de instituto, mi gente del arte y de las letras, toda esa gente permanece en mí y le soy fiel. Yo guardo sus recuerdos que son fotos, libros, cuadros, fragmentos de currículo. Yo guardo su presencia viva, no muerta ni interferida por si uno toma café y otro cerveza, por decir hábitos sociales que me han diferenciado, caso real, entre amistades de merienda y cafetería o de cerveza y vinos. A mi edad, la costumbre es otra naturaleza y mudarla se siente como la muerte, por terminar, otra vez, por Persiles y Sigismunda.

Como coda final, solo añadiría dos inconvenientes estrictamente personales que me han acompañado, sin yo querer, a la hora de borrar amigos de mi agenda. Uno ha sido la familia, que, por ser numerosa, la mía se ha comportado con modos de empresa o de asamblea, como si un hermano, por ser tantos, fuese algo que te regalan. Y otro impedimento ha sido la deslealtad, siendo la lealtad (vuelvo a Cicerón) base y sustancia sin la cual no. En mi caso militante, debo añadir que el trasvase Pce > Psoe (en los ’80) o IU > Podemos (en los dosmiles) me ha privado de antiguas y buenas amistades a las que no he soportado su reconversión al Estado del Bienestar. El buenismo petitorio, la mentalidad de oenegé, el trágala de misiones de paz, donde antes de guerra, o de velitos islámicos, de pronto cultura y civilización, cuando antes machismos ancestrales, el neofeminismo de padres embarazos y el guapeo de parejas por la Alameda con el triángulo del bienestar bien definido: bebé en el carro, perro fardón y bici en su carril, toda esa estampa me ha dado pánico y me ha librado de ser yayoflauta o, en marea, de pensionistas o por la tercera república. Nada de eso me seduce y en ninguna puesta en escena de ese calibre se me ha visto en mi vida. Lo cual es otra manera de perder amigos. La cuestión es ¿qué podría yo haber hecho?

Daniel Lebrato, sobre Literatura de empresa.

/ a Fernando Monge Villalobos /


[1] Nihil difficilius ese, dicebat, quam amicitiam usque ad extremum vitae diem permanere. (De amicitia, 33)

[2] J’aimais quelques amis (vous en fûtes), mais plutôt l’amitié qu’eux-mêmes.

[3] Los trabajos de Persiles y Sigismunda, 3, 18.

[4] William Wordsworth, a través de la película Esplendor en la hierba, de Elia Kazan (1961), con Natalie Wood y Warren Beatty.

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