
La noticia es: en Montevideo (Uruguay), un profesor, periodista y académico, se rinde y deja de dar clases por culpa, dice, de problemas con su alumnado enganchado a las nuevas tecnologías. Y un montón de gente interactúa y se solidariza.
Semejantes choques o conflictos entre lo viejo y lo nuevo estamos viendo en el mundo a puñaítos. Entre el taxista y el úber, entre el hotel y el air&b&b, entre el autobús y el amovens, entre el autónomo y el por cuenta ajena, entre el libro de papel y la edición digital. ¿Recuerdan las cartas de sobre, sello y buzón? ¿Recuerdan las tiendas de discos?
Qué casualidad que, cuando asoma la abolición de ciertos oficios (al fin y al cabo, monopolios que alguien disfruta), la progresista sociedad acuda a conjuros en defensa de personas o familias que irían al paro si no se respetan sus derechos adquiridos, orquestación simbólica en la que se juntan gremios y sindicatos y partidos con tal de ganar el voto.
Y cuando internet se extiende y populariza como lengua vulgar (que podría aglutinar el descontento o la indignación) y cuando cualquiera puede crear su periódico, publicar sus fotos, compartir opiniones, vienen los cultos que siguen sabiendo latín para alertarnos del alto riesgo que se corre con las tecnologías en redes sociales, en el aula en educación o, en la información, con las noticias falsas. ¡Más fake que fue el pretexto para la Invasión de Irak, Bush, Blair y Aznar! ¿Han ido esos tres al Tribunal de la Haya?
El periodista y el fotógrafo, el taxista o el librero, temen por su futuro y han de buscarse la vida: su canto al tiempo pasado, humanamente, se comprende. No así, la hipocresía de quienes, bajo capa del arte y la cultura, les ríen las gracias y las desgracias porque en el fondo están defendiendo sus propios privilegios, sus propias cátedras o el emputecido mundo que nos han dejado. Es hora de probar la juglaría.