hace falta estar ciego para no ver la Once.

Por odio a la ludopatía, rechazo la Once. Y por amor a la integración; no, a la segregación. (Segregación que se produce entre trabajos específicos para ciegos y, para otros, que ven bien; y eso, suponiendo que ‘vendedor de la Once’ sea un trabajo.) De hecho, en la oferta pública de empleo, hay un porciento reservado a personas con discapacidad: ese es el camino, no el cupón.

Otra cosa es el altruismo social que desde la Once o la Fundación Once se está haciendo y se puede hacer. Pero que eso dependa del numerito que salió premiado nos parece un atraso comparable al de la lotería, la quiniela, la primitiva o la madre que las parió. La España de la suerte, y no la del merecimiento. ¿Qué mérito tiene que nos toque el cupón?

La Once desarrolla una gran obra social, dice el eslogan y, sin duda, es verdad. Pero la percepción sigue siendo la del ciego del Lazarillo, la cieguita del tango o la misericordia de Galdós: yo te doy lástima y tú me compras el cupón. Y como la lástima es mayor por Navidad, se inventaron el cuponazo. Hace falta estar ciego para no ver la Once. Si quiera, que la cambien por Invidentes sin Fronteras.


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