La ideología del bienestar con tal de no molestar a personas cercanas (el prójimo de la antigua caridad), levanta muros de eufemismo o se inventa vidas improbables, imposibles de justificar. Es, por caso, el culto a lo pequeño y mediano, con su comercio de proximidad. O estados deplorables como las mujeres tapadas por sus varones, que llamaremos cultura. O putas camufladas bajo el masculino y ambiguo puto, para acabar todos y todas como trabajadores sexuales. Todo lo que verbalizamos con su lenguaje de géneros, machos y hembras (soldado, boxeador, torero), es como si se nos aliviara de su peso en el mundo.
Ocurre con biografías que han consistido y consisten en hacer pasar por horas económicas horas libres o tiempo de ocio —que son de todos, que son sociales— y hacerlas pasar por horas de trabajo o mérito individual. Decíamos: lo grande es que la sociedad de currantes les rinda pleitesía. A carreras que son porvenires de jóvenes que hoy se postulan para poetas o artistas o gente de la moda, de la fama o de la política. En buena lógica, la sociedad de currantes no debería caer en la trampa. Bien está Dante o Garcilaso o San Juan allá en su siglo, pero a partir del modernismo, de Rubén Darío a Juan Ramón, todos los poetas deberían hacer, antes que poemas, bienes para el sostenimiento de sí mismos y de su colectividad.
Y cuidado con la ola de analogismos que nos acosan. Con sus libros de imprenta. Con sus fotos kodak. Con sus discos de vinilo. Todo ese mundo —contra redes y teclados y pantallas— no hará más que vendernos lo viejo como nuevo y como óptimo, o sea, otra forma de superioridad. Misma observación para los ismos que nos adornan, desde el anticapitalismo al ecofeminismo o a la bío diversidad. Basta ya de ingredientes. Un mundo falso debiera ser derrumbado y, cuanto antes, poner otro en su lugar. Siquiera para seguir hablando. Siquiera para continuar.