Imagen de la manifestación de prostitutas en Barcelona (2012). Sergio Uceda.
Dos pamplinas para ti.
«Dos gardenias para ti,
con ellas quiero decir
te quiero, te adoro»
(Dos gardenias,
bolero escrito en 1945 por la cubana Isolina Carrillo,
1907-1996)
La pamplina desde la cátedra es la peor y más dañina por cuanto viene avalada por bibliografía y fuentes de autoridad. Del mismo modo, de todos los disparates que se oyen decir en política, los peores son los que vienen avalados desde la izquierda con lenguaje Sí se puede de derechos humanos o progresos sociales.
Tal es el caso de las DOS PAMPLINAS PARA HOY que [eLTeNDeDeRo] inaugura con un profesor que nos previene contra las redes sociales diciendo que «constituyen el último aliciente desmovilizador que nos vende la lógica del sistema» y otra, una magistrada de lo Social de Madrid, que nos viene con que «las trabajadoras sexuales son las feministas originarias cuidando las unas de las otras, lo que constituye uno de los mayores fundamentos de la labor política».
Al espabilado lo avala el colectivo Portal de Andalucía

y, a la espabilada, la prestigiada página CXCT.
Benditos el pavo y la pava.
Estos son los enlaces:
Portal de Andalucía Portal de Andalucía. Desanudar la red. Antonio Orihuela, 27/11/21.
Y estos, los textales talcuales:
Pensar que será en internet donde los movimientos sociales lograrán derribar o reformar el sistema es cuando menos de una candidez paralizante. Que esos oligopolios de lo virtual, punta de lanza de un nuevo empresariado caracterizado por sus rasgos autoritarios, jerárquicos, antisindicales, alérgicos a pagar impuestos, especializados en la explotación laboral y la destrucción medio ambiental, tengan algún interés en ello es algo aún por demostrar, más bien apuntan con sus hechos hacia todo lo contrario. Internet, de momento, es un arma sí, pero a su servicio; al servicio de la aceleración de la producción, la disolución de los tiempos y espacios privados, la escisión entre comunicación y corporeidad, la fragmentación de la identidad y la negación de la realidad y lo humano. Lejos de tejer comunidad reduce los cuerpos a información, los limpia de su incomoda y fastidiosa materialidad. Mientras estos engordan y se vuelven engorrosos en lo real cada vez se hacen más livianos y delicados en lo virtual, y por eso es necesario esconderlos a la vez que se produce una saturación de su exposición en lo virtual. Internet nos blinda contra lo cercano, que termina siendo prescindible, fastidioso, sencillamente porque lo cercano exhibe su materialidad, su olor, sus ruidos, su presencia y nos encandila con la espectralidad de lo lejano, del acto visual separado del contacto, porque toda emoción ha quedado reducida a un solo sentido falsificado; el de la vista del que cree ver. Internet odia los cuerpos pero no el trabajo que producen y que en él se oculta bajo el eufemismo de inmaterial para alejarlo de lo que en realidad es una relación que produce autoexplotación en un extremo y beneficios en otro, mientras intenta convencernos de lo imposible, las excelencias y compatibilidad de un superficial e individualista general intellect con el mercado capitalista y la propiedad privada. En el tiempo de la emergencia del capitalismo cognitivo lo único que está sucediendo es la apropiación, la expropiación, la privatización y la vampirización de lo común inmaterial; sin que esto signifique que el trabajo directamente productivo haya desaparecido sino que sencillamente se ha desplazado, deslocalizado y externalizado hacia la periferia con todos los costes sociales y ecológicos que conlleva. Pero a través de lo virtual no sólo nos deshacemos de los cuerpos, también nos deshacemos de nosotros mismos en tanto seres corpóreos y en tanto consciencia ética de la universalidad del ser como cuerpo extenso. Se quiebra el imperativo categórico kantiano. No hay empatía, y si somos incapaces de ponernos en el lugar del otro, si somos incapaces de vernos reflejados en el otro, ninguna ley moral nos obliga, todo está permitido, el sociópata se convierte en el estado natural del ser humano. Podemos ver a los demás sufrir o gozar pero no sabemos si ese sufrimiento o ese gozo tienen algo que ver con nosotros porque nosotros somos incapaces de gozar o sufrir con los otros. A través de internet lo que fluye, fundamentalmente, es la máquina narrativa del poder, su ecología de simulación y seducción, de represión y miedo sobre el escenario de una imaginación castrada y autoritaria que niega la posibilidad de otra forma de construcción de la realidad o de relación entre los seres humanos. Produce deseos (estructurados, controlados, reiterados), que acaban transformándose en signos que circulan en la infoesfera como sobredosis de lo mismo; pero niega el desear, fuerza motriz de todo movimiento erótico y político, como posibilidad de creación sin fin. De ahí que lo único que de verdad hagan crecer estas tecnologías de lo virtual es el desierto, porque han conseguido enfermar a todos los mecanismos de producción de realidad que teníamos a nuestra disposición: la razón, la pasión, la ilusión, la locura, la ficción. El capitalismo ha generado un exceso infinito de signos que circulan saturando la atención individual y colectiva hasta secarla; funda su poder en la sobrecarga, en la hiperestimulación constante de la atención, en la aceleración y proliferación de los flujos semióticos hasta alcanzar el rumor blanco de lo indistinguible, de lo irrelevante y de lo indescifrable que nos devuelve un mundo sin sentido, donde es imposible interpretar críticamente un discurso o elaborar emocionalmente al otro, donde la imaginación colectiva es incapaz de ver posibles alternativas a la devastación, el empobrecimiento o la violencia capitalista. Vivimos tiempos de inflación comunicativa. La palabra se ha espectacularizado hasta abarcar toda significación y perder así todo sentido comunicativo. Hablamos pero somos cada vez menos nosotros los que hablamos y cada vez más es el ruido blanco el que habla a través nuestro, nos recuerdan Franco Berardi Bifo y León Rozitchner, en Conversaciones en el Impasse; un ruido que nos satura tanto como nos absorbe, nos paraliza en un presente sin futuro, en una realidad atomizada, fragmentada, hecha pedazos, y nos imposibilita para la acción política porque es imposible entender nada o entenderse con alguien, es imposible en medio del ruido hacer crecer un sujeto político coherente, colectivo y compartido. Es el fin de la izquierda política y de la democracia social, la consumación de la civilización humanista e ilustrada que quería construir un mundo de progreso, de garantías sociales y derechos políticos conquistados a lo largo de un siglo de luchas obreras y democráticas. La politización tradicional ha dejado de funcionar, no parece que volvamos a avizorar ningún ciclo de luchas sostenido sobre la dualidad capital/trabajo, izquierda/derecha u obreros/empresarios. La conflictividad tiene hoy un alto componente defensivo o identitario. Todo ha sido desactivado por un hipercapitalismo desregulador que corroe las bases mismas de la civilización que un día le dio a luz, que destruye la comunidad y reduce la individualidad a un signo sin persona. Pareciera como si no hubiera alternativa al capitalismo globalizador, que un abismo se hubiera abierto entre el sujeto y la colectividad y los problemas de uno y de todos nada tuvieran que decirse, no fueran vasos comunicantes de una misma impotencia, una misma afección, un mismo malestar que es vital y que es social a un tiempo. Ante la pobreza de la experiencia vital, el capitalismo despliega sus tecnologías de la incomunicación o reduce la militancia a un ciberactivismo que, desde facebook u otras redes sociales, constituyen el último aliciente desmovilizador que nos vende la lógica del sistema. Hasta el arte del siglo 21 se nos aparece desorientado, lleno de miedos, vaciado de sentido, carente de la energía que en otros tiempos le otorgaba su compromiso en la fenecida lucha de clases. A este vacío del ser que se repliega como único futuro para la humanidad, sólo nos queda oponer, con nuestras vidas, una intensa producción de prácticas antagónicas, de tiempo libre, de ternura, de generosidad y coraje existencial para defender lo que queda de comunidad entre nosotros, para reivindicarla, desplegarla y dignificarla contra la devastación capitalista, resistir desde ella mientras no podamos subvertir este orden, como residuo, como pulsión alegre, combativa, desprendida, suficiente, vital, emocional y cotidiana.
CTXT. Solo la despenalización total garantiza derechos laborales, permite cooperativas, mitiga la explotación, impide la trata, frena el acoso policial, y cambia la autopercepción de las trabajadoras: ya no somos escoria. Amaya Olivas Díaz 29/11/2021. “…Se espera que las mujeres de la clase obrera se nieguen todo a sí mismas. ¿Por qué tengo que aguantar yo a una feminista de clase media que me pregunta por qué no hago cualquier cosa, incluso limpiar retretes, antes que convertirme en stripper? ¿Qué hay de liberador en limpiar las cagadas de otras personas?” Nicky Roberts, trabajadora sexual, 1980 El viernes 26 participé como invitada en el 2º Congreso de OTRAS. Ya saben, el primer sindicato de trabajadoras sexuales al que tanto le ha costado ver reconocida su libertad sindical. Sí, ese que ha sido silenciado en tantas jornadas. El discurso abolicionista, pretendidamente construido sobre una defensa cerrada del derecho de la dignidad de las mujeres, olvida la dimensión violenta de un sistema en el que, en mayor o menor medida, todas nos prostituimos. Las camareras en Estados Unidos no pueden cobrar un mayor salario sin realizar gestos que les aseguren propinas; las kellys realizan jornadas agotadoras para dejar impolutas habitaciones en las que nunca podrán dormir; los migrantes construyen casas que no podrán habitar; las temporeras sufren abusos que apenas pueden denunciar. Lo que sí constituye una afrenta a la dignidad es hablar en nombre de otras personas y expulsarlas del debate. Como explica Nancy Fraser, la falta de reconocimiento supone negar la categoría de interlocución plena y participación en la interacción social a consecuencia de patrones de interpretación y evaluación previamente establecidos que constituyen al otro como alguien comparativamente indigno de respeto o estima. Negar la representación de las trabajadoras las conduce a una suerte de carencia de marco, negando su entrada en la comunidad política y convirtiendo a las mismas en personas sin derechos. Esos patrones de interpretación beben de una concepción de cierto feminismo radical nacido en las décadas de los años 60 y 70, que hoy parecen resurgir con fuerza. Caracterizado por el esencialismo, este feminismo considera a la sexualidad como una suerte de cultura de la violación ontológica para las mujeres, en la que estas serían sistemáticamente dominadas, realizando una fortísima censura contra la pornografía y la prostitución, y equiparando la venta de los servicios sexuales con la venta del propio yo. De ahí vienen tantas afirmaciones que escuchamos a menudo, como que la mujer que vende su cuerpo vende su propia alma. Putas Insolentes es un libro que da voz a los daños que las trabajadoras sexuales experimentan en su oficio. Las autoras no exaltan la figura del cliente, no discuten sobre si el sexo es bueno o malo, no cuentan sus historias personales ni desarrollan análisis abstractos sobre la industria del sexo, la prostitución, y el capitalismo. Se centran en las situaciones concretas de malestar y discriminación con las que se encuentran estas trabajadoras relacionándolas con las legislaciones y políticas públicas existentes. Las trabajadoras sexuales son las feministas originarias en el sentido de haber realizado luchas y huelgas a lo largo de toda la historia de la humanidad, como respuesta a condiciones opresivas, cuidando las unas de las otras, lo que constituye uno de los mayores fundamentos de la labor política. Durante el confinamiento, este colectivo fue de los pocos que no recibió prestación pública alguna. Sobrevivieron gracias a sus propias colectas, compartiendo exiguos recursos. Me gustaría poner de relieve varios argumentos en defensa de la postura pro derechos, que se desgranan en el mencionado ensayo, y que nos hacen reflexionar de forma valiente y rigurosa sobre una realidad muy compleja. Comprender que decir que la prostitución es trabajo no significa sostener que sea un buen trabajo o que no debamos criticarlo. Lo que importa es que constituye una manera mediante la cual las personas consiguen los recursos que necesitan. Efectivamente, el sistema capitalista funciona sobre la base de aumentar los beneficios de los empresarios pagando siempre menos por el trabajo de los asalariados. Y la izquierda, por tanto, lo que debe defender es la rectificación de poder entre unos y otros, garantizando los derechos laborales, haciendo menos desigual el desequilibrio intrínseco a tal relación. Pero hemos de tener claro que cuando se criminaliza algo, el capitalismo sigue teniendo lugar en ese mercado. Las políticas punitivistas no van a eliminar el trabajo sexual: solo van a conseguir situar a la parte más vulnerable en un espacio de mayor opacidad, violencia, y discriminación. Cuando estudiamos los distintos modelos existentes, alcanzamos rápidamente la conclusión de que a mayor prohibición, más daño se produce para las trabajadoras: impedir que presten servicios juntas, o abocarlas a estar solas en las calles, les conducirá a patronos que obtendrán mayores ganancias por su trabajo, y se verán obligadas a disminuir sus esenciales estrategias de seguridad a la hora de elegir al cliente, o a la forma de negociar con este cuestiones esenciales. Solo la despenalización total garantiza derechos laborales, permite cooperativas, mitiga la explotación, impide la trata, frena el acoso policial, y cambia la autopercepción de las trabajadoras: ya no somos escoria, ya somos ciudadanas. El modelo neozelandés lo ha conseguido, y en grandísima parte porque las redactoras de la ley son las propias implicadas. Todo lo contrario de lo que sucede en el Estado español. El enfoque punitivo que recorre la reforma del proyecto de la ley de libertades sexuales y al que parte de la izquierda feminista parece haberse adscrito de forma emocionada hace ya décadas, prohíbe, entre otros aspectos, la tercería locativa. Esta conllevará el castigo de quien alquile una habitación o un piso en el que pueda ejercerse la prostitución: ello dificulta el acceso de las mujeres a la vivienda, y criminaliza al arrendador, o a prostitutas que conviven y comparten piso. Degradar aún más el estándar de protección de los derechos fundamentales y sociales de estas trabajadoras se coloca en las antípodas de cualquier política progresista seria. Hablen con ellas. [Amaya Olivas es magistrada del Juzgado Social 1 de Madrid.]