Vengo de tirar la basura (limpia reciclable, única que a esta hora de la mañana se deja echar). La lógica de los contenedores me habla de las prioridades de mi barrio. Lo que menos hay es de cartón y papel, y eso que dicen Tu papel es importante. Tras esta burda observación, lo que me hace pensar es mi traje, este que pueden ver por fotos tomadas por mi vecino. El hábito talar que llevo (talar es túnica o falda que llega hasta los talones) me sirve para andar por casa y de casa a recados de cercanías, como al contenedor de papel, a unos quinientos metros de la terraza donde se me ve al teclado.
Cuando antes me veían de esta guisa, la gente me miraba: ¿De dónde habrá salido este? (Mientras yo, a la inversa: ¿Qué batalla con la vida irá a lidiar ese ciclista con esa pinta o esa gimnasta con esas apreturas?) El caso. Tal día como hoy he notado con alivio que no me ha mirado nadie con reparos xenófobos; con curiosidad, sí, pero eso es parte de mi rutina.
Debo esa relajación a poblaciones senegalesas o musulmanas que pasean sus hábitos, sus túnicas y sus colorines, por la acostumbrada ciudad de Sanlúcar, que es donde huyo de las calores. Dejo a ustedes una reflexión sobre el racismo y la nueva corrección política y recuerdo a Maria Vera, fotógrafa inesperada (en una toma, con viento de levante y, en esta próxima, con viento de poniente), desde la terraza de Paloma Cantero. Pasen y lean:
El racismo y la nueva corrección política.
El dialecto del multiculturalismo y la interculturalidad, tal y como se emplea, así como la retórica del elogio estético a la diversidad se adecuan a la perfección a la proliferación de metáforas de la libre circulación de capitales y su bondad constituyente. En auxilio argumentador de ese tipo de ilusiones que trabajan la autonomía de lo cultural, están acudiendo prestos los estudios culturales y cierta antropología, que se han encargado de poner de moda una nebulosa discursiva repleta de alusiones a los espacios virtuales, a los flujos transaccionales, a hiperespacios, a híbridos culturales, a fractalidades. Ese dialecto sirve para describir un orden cultural de dimensiones mundiales sin eje ni estructura, pura desterritorialización, orden del que la mezcolanza de gentes y de culturas serían una variante o concreción y en el que cualquier referencia a las condiciones materiales de vida de los protagonistas de ese supuesto calidoscopio cultural sería perfectamente prescindible.
La diversidad cultural de este modo domesticada no solo se constituye en una fuente de legitimación ideológica que muestra como horizontales unas relaciones sociales tan brutalmente verticales como siempre, a veces más, sino que puede convertirse en un negocio y una industria en cuanto sus productos se colocan en el mercado como auténticos nuevos productos típicos, que ahora ya no lo son, como antes, de lo tradicional, sino de un nuevo sabor local que ha pasado a caracterizarse ya no como singular, sino como diverso. De hecho, las clases medias que alimentan los procesos de gentrificación que afectan a tantos centros urbanos buscan precisamente eso: hibridación cultural, abigarramiento inofensivo de gentes diferentes, paisajes multicolores que le den un aire cosmopolita a su cotidianeidad. Estamos ante esa nueva corrección política consustancial a la producción de una imagen moralizada del mundo social y una imagen de la que, por supuesto, los intereses de clase han sido debidamente soslayados. Así se puede distinguir entre lo que es una experiencia social a ras de suelo marcada por el dolor, las carencias, las injusticias que sufren los seres humanos reales que configuran el mosaico cultural de las ciudades y una perspectiva que, desde arriba, puede contemplar esa misma heterogeneidad como un espectáculo ofrecido a sus ojos.
Esta diferencia que se nos muestra en los grandes bazares multiculturales es una diferencia desactivada, inofensiva, de juguete, sin ninguna capacidad cuestionadora, rendida al servicio de la sociedad multicolor y polifacética, en la que los inmigrantes miserabilizados se convierten en sonrientes figurantes de un spot de promoción de una sociedad armoniosa y debidamente desconflictivizada.
Se impone aquí una recuperación de la denuncia feroz que buena parte de la obra de Friedrich Nietzsche formula contra toda teoría de los valores, en la que, como hiciera notar Gilles Deleuze al inicio de su ensayo sobre Nietzsche, la modernidad supo engendrar un nuevo conformismo y nuevas sumisiones. Toda la genealogía nietzscheana es, en ese sentido, genealogía de los valores, es decir arqueología de los argumentos que protegen e inmunizan lo dado por supuesto de la crítica. En concreto, esa pieza fundamental de la filosofía a martillazos de Nietzsche que es El Anticristo, se conforma toda ella como un desenmascaramiento de las distintas formas aplicadas del buen corazón, esa especie de salivilla repulsiva que se escapa de la comisura de los labios de los exhibicionistas de la bondad, que afirman combatir la miseria ajena pero que hacen lo posible por conservarla y multiplicarla, puesto que al fin y al cabo viven de y por ella. Nada más malsano, nos dirá Nietzsche, que ese culto a la pobreza y al fracaso que hay tras la misericordia cristiana, cuya variante laica actual sería lo que etiquetan con el eufemismo solidaridad. Las cosas no han cambiado demasiado. Hoy, peores que los racistas son los virtuosos del diálogo entre culturas, de la cooperación entre pueblos, los cultivadores afectados de la apertura al otro, todos aquellos que se refugian en ciertas oenegés dedicadas a suplantar a los humillados.
Una equiparación a la que, por cierto, también llegaba Bertolt Brecht en su Santa Juana de los Mataderos. En la obra, los activistas cristianos que Brecht presenta como Los Capuchas Negras juegan en el conflicto que enfrenta a los trabajadores en huelga de los mataderos de Chicago con los empresarios y los especuladores, un papel no muy diferente al que desempeñan ciertas organizaciones humanitarias que intervienen en contenciosos relacionados con el nuevo proletariado de origen inmigrante y, más allá, con las masas miserabilizadas de los países del llamado tercer mundo. Una de las Capuchas Negras, Juana Dark, la joven idealista que protagoniza el drama, es la encarnación perfecta de ese mismo virtuosismo vicioso que Nietzsche aborrecía, y que, a pesar de sus buenas intenciones, es el instrumento de una asociación bienhechora que Brecht nos muestra directamente alimentada por los poderosos y a su servicio. Su objetivo: calmar la agitación de los oprimidos y maltratados, desviar la atención del núcleo central de los problemas (el de la explotación de una mayoría por parte de una minoría), hacer proselitismo para los valores de la paciencia y la resignación frente a esa misma injusticia que solo se denuncia tibiamente. La diferencia sería que el lugar argumental de los viejos principios de bondad cristiana universal lo ocuparían ahora las nuevas elevaciones relativas a los derechos humanos o al ciudadanismo democrático abstracto.
Pero tanto para el cristianismo benéfico de Nietzsche como para el actual lenguaje de la tolerancia y el diálogo, la cuestión se plantea en los términos que Brecht delataba. Cuando Juana descubre que su combate ha sido inútil y que, en tanto no ha ayudado a los perjudicados, ha sido útil a los verdugos, reconoce:
«Lo que puede parecer una buena acción, puede ser solo una apariencia / Un acto no puede ser honroso si no pretende / cambiar el mundo radicalmente. ¡Bastante lo necesita! / Y yo, impensadamente, llego como caída del cielo para los explotadores / ¡Ay, bondad nefasta! ¡Sentimientos inútiles!»
En una sociedad en que ha quedado por fin abolida la lucha de clases en nombre de la convivencia entre culturas, es indispensable que cunda el discurso moralizante de la mutua empatía entre distintos, la estética Benetton de la diferencia. Tras ella se oculta y legitima el abuso como forma de administración de lo humano. Como si de pronto se hubiera hecho posible el sueño dorado totalitario de una superación sentimental de los conflictos en nombre de valores abstractos mostrados como los más elevados.
El racismo es hoy, en efecto, ante todo tolerante. La explotación, la exclusión, el acoso, todo eso aparece hoy disimulado bajo melifluas invocaciones a las nuevas palabras mágicas con que calmar la rabia y la pasión (diálogo, diversidad, solidaridad) en liturgias en que los nuevos déspotas pueden exhibir su generosidad. Vigencia absoluta, por tanto, del desprecio de Nietzsche hacia esa babosidad cristianoide que ama revolcarse en la resignación y la mentira y que no es más que falso compromiso o compromiso cobarde. Porque ese discurso multicultural que proclama respeto y comprensión no es más que pura catequesis al servicio del Dios de la pobreza, de la desesperación, de la cochambre; demagogia que elogia la diversidad luego de haber desactivado su capacidad cuestionadora, de haberla sustraído de la vida.