La antroponimia u onomástica antropológica es la rama de la lexicología que trata de los nombres propios y apellidos. Gramaticalmente, el nombre propio (o de pila) actúa como sustantivo y, los apellidos, como adjetivos.
Hasta hace muy poco, y todavía, el problema de algunas mujeres en parto era que el padre adjetivara, reconociera y diera sus apellidos. Generacionalmente, la discusión ha derivado en qué adjetivo, el apellido del padre o de la madre, irá primero, adyacente, en la casilla de salida.
Al margen de eso, y compatible con la vindicación de las mujeres por figurar más cerca de lo que es más suyo, lo mejor es ponerle al niño o a la niña un nombre propio compuesto y que ese nombre reúna las condiciones de neutralidad, normalidad y eufonía, de manera que el combinado quede a salvo de diminutivos colegiales o familiares -que vendrán- y de que funcione como nombre profesional o artístico, por supuesto a compás de los dos apellidos, López Pérez o Pérez López.
De mí sé decir que a una nieta Teresa que un día tuve le pusieron en Registro Civil, por nombre propio completo, Teresa Trinidad y, a su hermano, Rodrigo Lamar. Gracias al ingenio paterno, en el cole y en la vida saben siempre de qué Teresa o de qué Rodrigo estamos hablando. El López Pérez o el Pérez López nadie los echa en falta.
Nacer es una película y hay que acertar en el título. Después la vida pasa lista. El nombre es un regalo.