Corre por ahí un frasazo que dice: «Las personas fueron creadas para ser amadas y las cosas fueron hechas para ser usadas. La razón por la que el mundo está en caos es porque estamos amando las cosas y usando a las personas.»
Sin entrar en ese plural pleonástico de “estamos amando” (¿Quién, usted y yo?, ¿iguales que un paria o que un Donald Trump?, ¿igual quien enciende la luz que la Géneral Electric?), la mayoría de personas nacen, nacimos, por actos de difícil explicación amorosa. La confusión amor sexualidad, el descontrol de la natalidad (precauciones cero o preservativos rotos) junto a la transmisión del ego o del patrimonio ligada al apellido, prácticamente excluyen toda preñez consciente como acto absoluto de creación amorosa. Que, una vez nacidas, a las criaturas se las quiera y se les coja cariño, no convalida la premisa de que “fueron creadas para ser amadas”.
En cambio, es verdad que “las cosas fueron hechas para ser usadas” y –salvo las mediatizadas por el fanatismo o la superstición (desde las pirámides de Egipto)– responden a valores de uso que está bien se consideren en lo que valen y les confiere su valor de cambio, vamos a suponer: su precio justo. Otra historia es que todo necio confunda, como decía don Antonio, valor y precio, o que el amo y el mercado se apropien y distorsionen el sudor de la gente.
Lo que no existe es el *valor de amor que religión y oenegés quieren ponernos en el telediario de nuestras vidas y en sus cuentas corrientes. Lo cantaba Atahualpa: Las penas y las vaquitas se van por la misma senda. Las penas son de nosotros. Las vaquitas son ajenas.