Donde la gestión de la vida pública se sustancia en la Administración, la política se reduce a un menú de opciones realizables, y no a cuotas de poder, como sucede ahora. Y ni el pensamiento ni la actividad política tienen por qué cuajar en partidos ni materializarse en número de escaños. Cuando la vida pública consista en la máxima gestión con la mínima política. Quienes hemos sido Administración, sabemos de qué hablamos.
Si la Administración funcionara cien por cien, la voluntad (política) de la ciudadanía (censo de votantes y contribuyentes) se expresaría:
1º.
Por mayoría ponderada continuamente o por coyunturas o a petición y demanda, no cada cuatro años y con parafernalia electoral como se hace ahora. ¿Para cuándo el voto electrónico permanente y revisable, y activar ese voto que hoy se congela en los barómetros mensuales o encuestas del Cis?
2º.
El voto se ponderaría por peso estadístico de pirámides de población activa y pasiva. Un millonario o un Borbón jamás serían cabeza de nada ni representantes porque su grupo social no pasaría del uno por ciento.
3º.
Por voto delegado en personas de mandato efímero, rotatorio y no remunerado (salvo dietas), delegación que, en ningún caso, imprimiría carácter.
Así se dotan jurados populares y mesas electorales, y nadie habla de la clase jurapopúlica ni mesaelectoralista. Y así funcionan las comunidades de vecindad y, aunque a alguien se le suba el cargo a la cabeza, ni ocupa escaño ni se le rinde pleitesía.
Estaríamos hablando de otro estado de cosas y de otro Estado. Y se acabó la clase política sin que se acaben por eso ni las nobles ideas ni las viejas y las nuevas utopías.
foto ilustración:
La Monkloa, bar en la Ciutadella de Menorca