Estimado amigo: Esta misma mañana he recibido tu libro. Me convence su melodía, tan característicamente local, pero también, aunque tal vez implique sobrepasarme, quiero suplicarte que tengas cuidado con ese tipo de inspiración. Tu ciudad es un lugar maravilloso, pero también peligroso, condiciona demasiado, es como si allí fuese obligatorio escribir poemas y como si se impusiese una forma única de hacerlos, copiándoos unos a otros, citando por sistema los jóvenes a los veteranos, en un discurso circular, previsible y adulador.
Sé tu crítico más duro. Cuando escribas muchos poemas, más que alegrarte has de preocuparte, leerlos escamado. No tengas nunca una sandwichera de hacer poemas, no escribas poemas formularios, no cedas a las variantes de ti mismo. Cuidado con los poemas ingeniosos, esas tonterías en las que parece que se ha encontrado una buena idea, tipo «tú y yo somos pronombres personales» para después agotar el campo semántico de la gramática en un poema larguísimo y estéril que ruega «que no haya hiatos entre nosotros, seamos un pleonasmo».
He notado que entre los poetas de tu generación hay una ansiedad editorial especialmente acuciante. Antes también sucedía, pero si alguien ganaba un Adonáis, o publicaba un gran libro, las ondas de la novedad podían crecer durante varios años, y los autores quedaban satisfechos, se tomaban mucho tiempo para dar el siguiente paso. Ahora alguien gana el Adonáis y no nos enteramos, no trasciende; o alguien publica un muy buen libro y a las tres semanas ya nadie habla de él porque han llegado otros treinta reclamando cariño. Hay muchísimo más ruido, mucha menos atención, menos tiempo, y no solo es más difícil distinguir lo mejor, sino conseguir que los libros reciban todo lo que merecen.
Publicar crea adicción. No hay tiempo para disfrutar de lo conseguido: apenas has engendrado algo bueno, ya sientes que tienes que seguir compitiendo para no ser olvidado. Mi consejo siempre será saber esperar, intentar publicar con toda la dignidad posible cuando realmente se haya conseguido escribir algo de valor, y no esperar nada más. El premio por escribir un buen libro es haber escrito un buen libro, sin más. Busca lo mejor para tus poemas, mímalos, preséntalos a algún premio, pero después que se busquen la vida solitos. A los poemas, como a los hijos, hay que dejarlos ir. Si son realmente valiosos, nunca se acabarán.
La tarta editorial es muy pequeña, pero mi consejo, terrible, sería que tengas también cuidado con el demonio de la autopromoción. Sé elegante, confía en ti mismo: muchas veces es frustrante, lo sé, pero piensa que si lo que has escrito merece de verdad la pena es imposible que pase totalmente inadvertido. Y por otra parte hay esperanza: hay muchos ejemplos de poetas verdaderos y no competitivos que han alcanzado los más altos honores o un reconocimiento suficiente. En todo caso, confórmate con poco: si consideras que de verdad has escrito algún buen poema en tu vida, eso ya es mucho, todo un triunfo. No pretendas vivir de la poesía. Que tus facturas no dependan de tus versos, ser de esos que están obligados a escribir, seguramente sin ganas, novelas ya comprometidas, o biografías alimenticias, o encargos que no apetecen nada. Quiero decir que la poesía no es un trabajo ni un medio de vida. La poesía es tiempo libre en sí misma, tiempo y libertad, aunque jamás se escriba un verso. La poesía es un destino, no una carrera.
No utilices los verbos «indagar» ni «explorar» en por lo menos diez o quince años. Y jamás la palabra «cartografía» (excepto para referirte a la cartografía): es un sustantivo definitivamente echado a perder por culpa de los jurados de los premios. Si un libro tuyo es el séptimo más vendido de poesía en El Adelantado de Zamora, no publiques en redes una foto de la lista con un «No me puedo creer que mi libro esté entre los más vendidos de la semana según El Adelantado de Zamora». No necesites ser constantemente noticia, aprende a desaparecer: a la larga es una buena inversión. Y eso se ve también en redes sociales. Dime cómo es tu twitter y te diré cómo es tu literatura. No publiques un autorretrato cada vez que te cortas el pelo o te afeitas. No seas ridículo. Y, por encima de todo, no ilustres con un autorretrato tuyo versos ajenos: eso es lo peor de todo, una prueba irrebatible de iniquidad, por no decir de protervia: es radicalmente imposible que tenga nada valioso que decir quien reproduce en redes sociales un texto de algún autor al que está leyendo y lo ilustra con su careto mirando al infinito. Es lo más bajo, todavía peor que esos que dicen «Mirad qué amanecer más bonito en los lagos de Covadonga», y se ponen delante, tapándolos. Hay demasiados poetas que no han superado la fase infantil del ¡Mami, mira lo que hago! de los parques de atracciones y los columpios. No, amigo poeta, no molestes: déjanos leer tu poema sin tener que ver cómo haces cabriolas en medio, que tu insignificante cuerpo no nos distraiga mientras te leemos. Que la desesperación, en fin, no sea tan evidente. Y, por descontado, el consejo básico: lee mucha, muchísima, poesía, léela ávidamente, léela toda, ten curiosidad por lo que han dicho antes que tú, lee incluso aunque no tengas ganas, y cuando ya no puedas leer más sigue leyendo. Que quienes han escrito algún verso alguna vez se metan en tu cuerpo y en tu cabezota y dejen su gran o su pequeña huella. Aprende de los pocos buenos y, sobre todo, aprende de los muchos malos. Cuando te digan sin argumentos que la poesía de hoy es muy mala, podrás argumentar con autoridad que todo ha sido siempre igual, que todo sigue por hacer. (Juan Marqués, Zaragoza, 1980)
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