La izquierda imaginaria, que sacaba
banderas a sus balcones y que al rey
y a la razón de estado obedecía,
y mandaba figurines al día del desfile
o incluso discutía sobre si al himno
había que ponerle letra y cantarla en todos
los estadios de la selección nacional,
seguía convencida de que ser de izquierdas
era incompatible con ser nacionalista.