flamenco

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UNA MUCHACHA MUERTA
(LOS ESPACIOS DEL FLAMENCO)
–Fogatas, cafés cantantes, festivales, peñas, teatros y ambulantes–

Donde pisa la cultura no crece la hierba.
(Martín Calamar, Atila)

El flamenco, ¿dónde iremos a buscarlo? El flamenco murió el día que el hombre blanco lo llamó cultura y espectáculo y le puso cátedras, conservatorios y bienales, hasta declararlo la Unesco patrimonio cultural inmaterial de la humanidad en 2010. El flamenco fue siempre fusión, lo gitano‑andaluz, y murió cuando lo gitano se dejó fagocitar por lo andaluz sin tener resuelta su identidad de raza y de espacios propios, para después emerger como orgullo gitano (tipo Cigala o Farruquito) donde ser gitano es ya una marca registrada. El flamenco de hoguera o de arrabal, hoy en las Tres Mil, debió ser inaccesible para el señorito. Testimonio de Gustavo Adolfo Bécquer en La venta de los gatos (1862): «Yo estaba allí como fuera de mi centro natural: comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi persona disonaba en aquel cuadro. Pareciome que las gentes volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.» Para evitar esa extrañeza, el señorito se trajo el flamenco a su terreno, a la ciudad, y fueron los cafés cantantes, desde mediados del siglo 19. En el café cantante hay ya tablao, escenario y servicio de barra. El señorito se gasta la estética de convidar y de ir marcando el compás con los nudillos sobre la mesa. Marca también a la gitana ‑tal vez, gitano‑ que se exhibe para él, que es quien paga las copas y perita la mercancía antes del reservado o de la habitación donde el señorito a la gitana ‑como a la criada, en casa‑ se la tira, ¡vaya si se la tira!, equivalente varonía a la que, por el Rocío, denunciará Alfonso Grosso en Con flores a María (1981). Vázquez García y Moreno Mengíbar han puesto en orden, ya que no en limpio, ese mundo de cafés cantantes, donde no faltaron el pecado nefando y la pederastia, con clientela mezcla de gente bien con gente del barrio (Poder y prostitución en Sevilla, 1995). Esa Alameda ya no existe, pero su sombra es alargada, tablaos flamencos que continúan. El espacio más equilibrado para el flamenco han sido y son, sin duda, las peñas flamencas, desde mitad del siglo 20, consecuencia de un fenómeno anterior: los festivales; el primero, el Concurso de cante jondo de Granada organizado en junio de 1922 por Miguel Cerón con Manuel de Falla y Federico García Lorca, Antonio Chacón y Manuel Torre. Festivales, concursos, encuentros, potajes, no resuelven el día a día de una y otra comunidad. Llegó la hora de los productores y, de peñas y tablaos, se pasó al flamenco de concierto en teatros y auditorios. El flamenco, integrado en la cartelera, empezó a ir de giras y empezó a exportarse. Para llenar conciertos de una hora, se graban discos de larga duración, algunos tan señalados como Persecución (1976), de Lebrijano con letras de Félix Grande, cuando lo gitano dejaba de estar perseguido, y Omega (1999), de Enrique Morente, cumbre del flamenco fusión. Camarón (muerto en 1992) fue grande pero su herencia, lamentable: el jipío y el flamenquito. Jipíos y flamenquitos nos vienen a buscar a bares y veladores donde estamos tomando una caña. ¡Buenas noches, familia, con alegría!, y empieza la tabarra. Es nuevo ver el flamenco como espectáculo ambulante en calles céntricas comerciales, mayormente con destino a guiris y a turistas. Y, al fondo, esa especie de academia invisible que llaman el purismo o los puristas, que administra unas esencias que nadie sabe en qué consisten. Quien asista hoy a la Bienal a ver a Farruquito tiene que hacer abstracción del precio de la entrada, del público que le toque al lado en el patio de butacas y de la historia del personaje, el accidente mortal que protagonizó y su boda ostentación de la virginidad de la novia. Demasiadas abstracciones para un cuerpo cansado. Del flamenco, nos queda la fascinación que el género provoca, semejante a la atracción por el bandolero o el bandido honrado, y queda la lírica de sus letras, esos cantes que fue recogiendo Demófilo, un gallego de nacimiento, publicados en Sevilla en 1881. Y sigue quedándonos la idílica venta de los gatos donde se cantaba esta soleá: «En el carro de los muertos ha pasado por aquí, llevaba una mano fuera, por ella la reconocí.» Esa muchacha muerta ‑Bécquer no podía saberlo‑ sería también, a la larga, el flamenco.


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