Al suprimir el servicio militar obligatorio (la popular mili) el presidente Aznar privó a España del derecho a la objeción de conciencia. Eso fue en 2001. Desde entonces, la objeción ha ido extendiendo sus redes (sociales): objeción a la tauromaquia, a la figura del Jefe del Estado, objeción al maltrato cualquiera; más las objeciones personales: objeción a la carne, al pescado, al coche, al cambio climático, al CO2 (por no incluir al gluten, a la lactosa o a la grasa animal).
Pero la objeción que más duele, que nos hayan quitado, sigue siendo la objeción a las armas; reparo que abarca fabricación y trata de instrumentos que matan: lo mismo da un soldado de ejército regular, que operarios de Airbus o Navantia.
Decir ¡No a las armas! es decir no a la perversa ciencia que está detrás de guerras médicas, biológicas, químicas o farmacéuticas como Vicod 19; su arma asesina: el corona virus.
Decir ¡No a las armas! es decir sí al pacifismo y a derribar los absurdos estándares que distinguen guerras legales convencionales, de terrorismos o guerras no autorizadas por la Convención de Ginebra (1949).
Decir ¡No a las armas! es renunciar a la guerra como modo de resolver conflictos entre naciones y tratar toda guerra como crimen de lesa humanidad ante el Tribunal de la Haya.
La objeción de conciencia no erradicará otras formas de violencia (como la violencia sexista) pero, al menos, garantiza que la próxima guerra sea a puños o a pedradas.
Y el actual Ejército pasaría a cuerpo de Bomberos o de Protección Civil. No habría almirantes ni generales en la foto detrás del Ministro ni tanta propaganda de lo bien que lo está haciendo, para salvar a España, la UME.