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Los oficios del ¡Sí!

Policías en Túnez

Por mayo de 2015, y en la caseta de Ediciones En Huida, Plaza Nueva 1, me tocó presentar, actuando yo como Daniel Lebrato, Los oficios del no, epílogo a lo que había sido Tinta de Calamar, publicado en octubre por Ediciones En Huida, y que aquel mayo se alojaría en el programa de la Feria del Libro de Sevilla.

Los oficios del no era la reflexión que el escritor se hacía sintiéndose parte de la mendicidad, la venta callejera o la bohemia que en el centro de Sevilla pide su aquiescencia al paseante. Reflexión premonitoria, pues si firmé algún libro –Martín Lucía se acordará– no lo recuerdo.

Si rememoro los oficios del no es porque en este país de ¡Mucha, mucha, Policía [pulisía]! y Guardia Civil, mucha Jupol (Justicia Policial) y mucho sindicato profesional de fuerzas y cuerpos de seguridad (Cataluña muy presente, por la unidad de España, y Eta, ni con lejía, por las víctimas del terrorismo) el personal de tropa (no de academia ni de guardiamarinas) olvida que esos cuerpos se nutren de estudiantes de los de ¡fuera estudiao! que se creen que su orden público es fundamento de nuestra democracia y, encima, se quejan.

Cuando yo despachaba en tutoría con algún alumno, hombre o mujer, interesado en los cuerpos uniformados como salida profesional, siempre les dije:

–Si la ciudad es como un colegio, la labor de policía es de vigilante del recreo, a favor de la gente, hacedlo bien. Pero el ejército consiste en matar o en no hacer nada y, en todo caso, en obedecer órdenes que las más de las veces se vuelven contra la propia gente.

No podemos amar los cuerpos uniformados porque no podemos aislarlos del Estado o del Gobierno, del Rey o de la Constitución que dicen tener por encima. Demasiadas órdenes para estar siempre ¡A sus órdenes! Demasiada patria para quienes dicen darlo ¡Todo por la patria!

Son los oficios del sí. Peor aún: del ¡Sí, Señor!


 

adjetivos descalificativos.

El recurso no es nuevo. Para hacerme valer, lo más fácil es desacreditar a mi contrario. En política, gran reclamo de la izquierda ha sido el miedo a la derecha, miedo que la derecha abandera aún mucho más. Y es increíble la cantidad de estigmas o anatemas con que partidos intentan ganarse el voto mediante adjetivos descalificativos.

El gran descalificativo de la serie democrática fue terrorista. En terrorismo de Eta (hubo Grapo, Frap y Gal) se mezclaron violencias que no tenían nada que ver: el ajuste de cuentas (Melitón Manzanas, torturador asesinado por Eta en 1968), el magnicidio (Carrero Blanco, 1973), el chantaje al Estado (secuestro de Miguel Ángel Blanco a cambio del acercamiento de presos al País Vasco, 1997), la extorsión a personas por rescate en dinero (Julio Iglesias Puga, Papuchi, secuestrado a final de 1981), hasta la muerte por grupos de riesgo (víctimas del atentado contra la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza, 1987) o la muerte a discreción (atentado contra Hipercor, Barcelona, 1987). Tanto se generalizó, que, cuando los atentados del Metro de Atocha (11 de marzo 2004) y por ocultar la responsabilidad del presidente Aznar en las 193 muertes y casi dos mil heridas, todo el empeño del Estado, y del Gobierno que lo manejaba, consistió en culpar a Eta, es decir, al viejo antiterrorismo tantos años cuidado y acariciado como vivero de votos para la derecha.

Menos mal que la campaña No a la guerra fue suficiente para echar al PP, y el Psoe –sin acusar a Aznar por su intromisión en la Guerra del Golfo– reconoció que en terrorismo había que incluir el yihadismo, que es el que, desactivada Eta, continúa siendo amenaza. Sin embargo, no conviene indisponer a la comunidad musulmana. El terrorismo islámico es excepción dentro de una plácida alianza de culturas y civilizaciones, mientras el terrorismo de Eta se extiende y abarca a pacíficas generaciones vascas limpias de sangre que nunca logran redimirse por una España que cree que bildu o geroa bai son tacos que nos ofenden (como me cago en tus muertos) propios de un tipo al que nos está permitido linchar, quemar o apedrear: ese Puigdemont en el Carnaval de Cádiz o en los Judas de Coripe. A terroristas e independentistas han venido a sumarse descalificativos como golpistas, soberanistas, que quieren romper España, populistas, extrema izquierda (dicho sea de IU Podemos), incluso podemitas: una España más excluyente y más sucia que nunca a base de «líneas rojas» o «cordones sanitarios».

–Mira que os tengo dicho -avisaba el otro- el boicot a las elecciones y que no votéis a ningún partido de la actual política (sin clase ni clases sociales). Pues nada. Id otra vez a votar en nombre de ¡Que viene la derecha!

Hay que joderse.


 

Eta o la muerte tenía un precio.

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El pensamiento común acepta que con el terrorismo o con los terroristas no se puede negociar. Ejemplos y casos en que sí se ha podido negociar sobran a quien los quiera saber. Otra cosa es que el Estado que la ciudadanía lleva dentro, impida a la ciudadanía analizar el hecho terrorista más allá de la elemental condena del terrorismo “venga de donde venga”. El largo historial de Eta está lleno de muerte rifada, a quien le toque, a quien pasaba por allí (como fueron las víctimas del atentado de Hipercor) y de crímenes premeditados con objetivo preciso (como los atentados contra Melitón Manzanas o Carrero Blanco). Una variante de la premeditación es el secuestro de persona o la amenaza de atentado de bomba a cambio de que el Estado haga o ceda en algo a petición del grupo terrorista. El chantaje al Estado que mejor conoció la gente de mi generación fue el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Yo seguí aquel sábado 12 de julio de 1997 por la tele y, desde mi sobremesa, pensé: la vida de este hombre bien merece alguna estratagema, algún gesto inventado por parte del Estado. A cambio de la vida del concejal secuestrado como rehén, Eta pedía el acercamiento de los presos de la organización terrorista a las cárceles del País Vasco. Razoné: Si yo fuera el Gobierno (que entonces presidía José María Aznar), daría una señal de negociación aunque, luego, desde mi condición de Estado, me desdijera y no cediera a negociación ninguna. Si me han seguido hasta aquí, el Estado contra Eta seguiría siendo el Estado contra Eta y Miguel Ángel Blanco habría celebrado en mayo pasado su 50 cumpleaños. Sobra decir que si la persona secuestrada hubiera sido, un suponer, el rey Juan Carlos, el Estado negocia con Eta, ¡vaya si negocia!, pero Miguel Ángel Blanco no era más que un concejal de provincias, o sea, la muerte tenía un precio. Con mi dinero -pensó este ciudadano que paga sus impuestos-, con mi dinero ¡no!

Daniel Camaleón en grande (2)

Ejemplo del cristal con que se mira.

lectura de Eta.

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Aprovechando que Eta desaparece,
venga esa acción de masas para que disminuya hasta que desaparezca
todo el gasto militar y todo el aparato del Estado represivo y con armas.
¡España, neutral y objetora!
*
Y si es por víctimas,
reciban todas el mismo tratamiento,
también las del franquismo y del ejército español,
que, desde el 36 a aquí,
tampoco ha pedido perdón.


 

diálogos de cementerio.

–Y el suyo, ¿de qué murió?

–El mío, yendo a la compra
me lo mataron un lunes
la vez que puso una bomba
Eta, que no quede impune,
para eso estamos en Víctimas
presionando la política
de ni olvido ni perdón.

–Del mío, si yo supiera
la fosa donde lo echaron,
me han dicho: ¡déjalo ya!,
que es remover una guerra
que ya pasó y lo pasado
pasado, ¡descanse en paz!

(Y el uno a su ¡Arriba España!
y el otro a su no hubo nada.)