Comenta De Gregorio:
Aunque parezca una blasfemia, a mí me aterra algo tan viejo y al mismo tiempo algo tan moderno como fue y sigue siendo lo que vociferamos y seguimos llamando democracia directa. Sócrates decía “La multitud, cuando ejerce su autoridad, es más cruel que los tiranos de Oriente.” Su ejercicio me recuerda a lo que fue denominado como El Terror, el Nacionalsocialismo o el Nacional Catolicismo. El ser humano es una entidad determinada por lo que se conoce como una inducción de las emociones fundamentada en una reacción simpática primitiva. Y aunque no estoy de acuerdo con Ortega cuando habla de un gobierno de los excelentes, estimo que con independencia de que las masas generalmente son manipuladas, el imperio que en una sociedad debe tener su indudable vigor es incapaz de regentar las discordantes, encontradas y subjetivas pretensiones en las que se desenvuelve. A mi entender, las masas deben tener el derecho a expresarse sin que dicho atributo conlleve su legitimidad a tener que imponerse. Y para ello es preciso que sus manifestaciones sean filtradas a través de lo que yo he intitulado como Asambleas de Base, para posteriormente, lo que haya sido decantado, pase a unas instancias superiores que serían las que por una parte tendrían que legislar; y por otra, a tenor de la libertad y la responsabilidad con la que lo legislado sería enjuiciado, alcanzar resultados que fueran asumidos como procedentes por la mayor parte de la ciudadanía. Y esto, actualmente es dable conseguirlo. (De Gregorio, 20 del 5 del 2011)
Platón y su época creyeron de buena fe que la humanidad consistía en una jerarquía, de esclavos a hombres libres. Hoy todo el mundo de buena fe cree que nadie es más que nadie. Cuando desde Francia se extendían los derechos de sufragio, faltaban por entrar las clases trabajadoras y las mujeres, sin las que hoy no nos salen las cuentas de democracia, ni a la griega ni a la francesa. Ni tontos ni marxistas, lo que sigue son reflexiones desde un observatorio de igualdad y coeducación, vida y derechos en vísperas de elecciones.
Viernes 29 de abril de 2011. No se puede retransmitir desde Westminster una boda vendida como boda del siglo, sin que se vea el plumero de la monarquía española. Domingo uno de mayo. No se puede retransmitir la beatificación de un papa sin hacerle el juego a la fracción más integrista de la Iglesia. Ojo a las noticias. En McLuhan, el medio era el mensaje. En los informativos de RTVE, propaganda pura y dura.
¿Libro de estilo o cárcel de papel para profesionales de la pública? Donde la locutora dice día de la madre, diga festividad católica de la madre. Donde el locutor dice su majestad el rey diga el rey. En la entrevista al obispo, el personaje no reciba tratamiento de monseñor, mi señor; y a un general del ejército diríjanse como general, no mi general; no lo es, no lo son.
Creía Marx que la sociedad no se plantea problemas que no puede resolver. Quien dice problemas, dice soluciones. Hambre, enfermedad y muerte, pobreza, guerra, violencia, explotación. Seguro que dándole cancha a las ideas damos con fórmulas para salir del paso y, en caso de sequía imaginativa, entrando en foros y conversaciones (en internet mismo, tecleando las grandes palabras), seguro que espabilamos el ingenio. El momento es dulce desde que concebimos la aldea global y acuñamos el lema de que otro mundo es posible. Nunca ha estado más clara la definición de reacias o reaccionarias (el diccionario no aclara por qué unas veces con una y otras, con dos c) para llamar a las personas o a las fuerzas que se oponen al progreso. Reaccionario es: defender valores que la historia ‑esa madrastra‑ ha ido dejando atrás. Progreso es: que nadie es más que nadie, que hay que extender los derechos humanos. Va siendo hora de que ritos antiguos se pongan al día, si eso tal es posible. Va siendo hora de darles un repaso lo mismo a las rancias aristocracias que al ceremonial impuesto a la sexualidad de las mujeres. Desconfiemos de quien nos viene con lo tradicionalmente acostumbrado, le digan cultura, civilización o fe de mis mayores.
Estado, democracia y partidos
Después de Platón, Aristóteles clasificó los gobiernos en monarquías, aristocracias y democracias. Pasando por Maquiavelo y Thomas Hobbes, teóricos del absolutismo, John Locke cayó en la cuenta de que la soberanía reside en el pueblo y de que los gobernantes son administradores de esa soberanía cuya suma era el estado, expresión de un poder soberano que las personas aceptan ‑dice mi Encarta‑ para protegerse de sus propios instintos y para satisfacer ciertos deseos y necesidades. Desde Montesquieu, ese contrato social se expresa mediante la separación de poderes y, tras la revolución francesa de 1848, el sufragio se ha ido haciendo universal; para las mujeres: España, 1933. Pasada la segunda guerra mundial, estado y democracia como que tuvieron un hijo y le pusieron de nombre estado democrático. Frente a los absolutismos nazi y estalinista, las luces del sistema democrático crearon en Europa y en Estados Unidos un espejismo de eternidad, base del pensamiento único. El estado democrático durará para siempre como el mejor o el menos malo de los sistemas conocidos, repiten una y otra vez dándoselas de escépticos.
Ese escepticismo, de raíz postmoderna, nos ha dejado un reguero de sombras: maldición eterna a minorías subversivas tachadas de terroristas; y graves amnesias, con sus fechas. 1848: el Manifiesto comunista, de Marx y Engels; 1884: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels. Uno y otro demuestran que la historia es la historia de las clases y de la lucha de clases y que estados y gobiernos son agentes de explotación del hombre por el hombre, como se decía antes. Desmenuzado El Capital, la apuesta de futuro del marxismo, que coincide con la vieja acracia o muy noble anarquía, fue la desaparición del estado.
¿Desaparición del estado? La clase política, que se hace la imprescindible, escamotea que el mejor estado no es el que se refuerza como país o nación, sino ‑al contrario‑ el que prevé a la larga su disolución como estado, bajo un proyecto de naciones unidas (aldea global). Demócratas ocultan que el mejor sistema no consiste en periódicas y aparatosas campañas para la alternancia de partidos, sino en el fiel y cotidiano reflejo de un tejido social. En democracia disimulan que el mejor mapa político no sale de la partitocracia ni del culto a la personalidad, sino de la estadística y del azar. Estadística y azar, por cierto, que ya rigen en la formación de mesas electorales, comunidades o jurados populares. Estadística y azar que aplican las encuestas de opinión para proyectar en tablas y tantos por ciento el estado de ánimo, la intención de voto, los programas más vistos o los sueños de una nación. Las encuestas son fiables, simultáneas a lo que se pregunta y de muy rápida lectura, son baratas y ahorran a las ciudades la cartelería electoral.
Antes de la desaparición del estado y en la medida en que mi libertad termina donde empieza la tuya, el estado tiene que entrar en relaciones personales. Habrá que regular el tráfico, para que no choquemos. Enseñanza, sanidad, arquitectura, ingeniería seguirán siendo materia de estado, no así loterías ni quinielas, cuarteles ni iglesias con agua bendita. No podrán ser igual de nobles unos oficios que otros, esas salidas profesionales. Trabajos hay que mejoran la vida y trabajos que la empeoran. Si a usted le gustan las armas de fuego, guardar espaldas o salvar patrias, no será mi patria quien le dé el gusto y si su religión quiere organizar procesiones, ejerza usted su derecho de manifestación. La cofradía va a desfilar lo mismo, pero el estado quedará al margen. Si ‑al margen del estado‑ una pareja quiere que la mujer trabaje en casa, que el marido se declare empresa o ente autónomo y que cotice por su señora a la seguridad social, que es la caja de todos, familias y no familias. Si un país tiene 40 millones de habitantes y cinco de parados, una octava parte del poder tendría que estar en manos de la población en paro. Si el 52 por cien son mujeres, esa es la cuota femenina. Y jamás ganarían las elecciones ni banqueros ni Bush ni Berlusconi.
Para que la estadística impere, el método de elección sería el azar: le toca a usted, le toca al otro o a la otra y por un periodo limitado, supongamos máximo de cuatro años. Igual que las comunidades de vecindad, que rotan por orden alfabético o de piso. Igual que para formar mesas electorales o jurados populares: todo está en que nos toque la papeleta y tengamos, política y ciudadanamente, que cumplir la tarea que nos toca. Como demuestran las reuniones convocadas para la elaboración de los presupuestos participativos, nos resulta mucho más gratificante dar una opinión sobre el carril bici que una sentencia en un jurado. Ayuntamientos, juzgados y otros cuerpos del estado ya se apoyan en un funcionariado independiente de la política en quien priman objetividad y gestión del dinero público. En esa escena, los partidos políticos pueden seguir teniendo su razón ideológica de ser, pero no como escuelas profesionales de enterados o arribistas; no como grupos de presión que usurpan con su voto útil el inútil voto de quienes no son.
La clase política ‑que no puede oír ni hablar de esta línea directa‑ refuerza los factores nacionales: la inseguridad y la xenofobia junto con la política exterior fomentan policía y ejército con cargo al presupuesto. A continuación, la clase se postula a sí misma por vocación de servicio: periodistas y medios echan aquí mucha mano. Una vez instalada, la clase política nos descubre que además es humana ‑como la realeza cuando el príncipe se encapricha de una plebeya‑ y, entonces, admite una gran cantidad de defectos en su seno: el gusto por el dinero o los trajes, el morbo que trae el poder, el tráfico de influencias. Se sigue que el estado ‑expresión de la mayoría‑ también tiene que dar cabida a la natural y mayoritaria tendencia humana a la corrupción. Y si un partido da el cante demasiado, se sustituye por otro, y en paz, que esa es la grandeza del sistema democrático que no tienen ni en Cuba ni en China. Una ley electoral no proporcional, un sistema bicameral y el bipartidismo se encargan de transformar las naturales mayorías en mayorías parlamentarias y reducen a solo dos opciones un vasto dominio. Zapatero o Rajoy.
Contra esa regla de tres ‑el tercero es el rey‑, un mundo como el nuestro, que atiende a la diversidad, tendrá por mejor modelo un estado que refleje la diversidad, las minorías, sin desvirtuar a las mayorías, que nunca sean absolutas. Donde la mayoría es clase trabajadora y clases medias, un rico al frente del gobierno no engaña a nadie: en algún sitio estará el truco, la manipulación o la dictadura, procedimientos semejantes a lo que en feminismo se llama techo de cristal y pegajoso asfalto. Aquí el techo lo ponen mecanismos que apartan a la mayoría social del camino del poder, y el asfalto lo pone el lado canalla de la gente que ‑lejos de rebelarse‑ celebra, imita o disculpa a sus clases dirigentes, con ayuda del tópico: todos son iguales o si ganaran los otros, harían lo mismo o incluso ¡quién pudiera!
Como el sistema tiene amplias tragaderas, la contra contra el estado democrático no viene del capitalismo ‑que en principio, y mientras no le toquen sus plusvalías, se mueve bien y hace negocio entre las urnas‑ ni de las acracias de un marxismo residual. La contra estuvo siempre en las instituciones feudales precapitalistas que vuelven ‑como las aguas‑ por su cauce. Iglesia, nobleza y casa real andaban en vías de secularización y modernización, pero en esto llegó el islam y mandó parar. Y qué mejor que iglesia, nobleza y casa real para, con la vieja milicia, cerrar las ventanas de un mundo peligrosamente abierto de par en par. El estado democrático y el viejo régimen como que tuvieran una hija tardía, que ya nadie esperaba, y le hayan puesto de nombre cultura occidental.
En las colonias, y en su día, la ONU debió frenar la creación de estados confesionales. Sabemos sus fechas, sus protagonistas y sus intenciones dentro de la política de bloques: crear estados afines a las metrópolis (Commonwealth, Unión Francesa, Estado Unidos) lejos del independentismo real y lejos del socialismo en la órbita de la Unión Soviética. Desde la Declaración Balfour, 2 del 11 de 1917, Gran Bretaña estaba comprometida en la creación de un hogar nacional judío y no paró hasta el 14 de mayo de 1948 con la creación de Israel, insólito estado artificial de justificación bíblica. Un año antes, la misma Gran Bretaña había propiciado la segregación de Pakistán hacia una república islámica y, a imagen suya, el 28 del 11 del 48, Francia daba a Mauritania carta de república islámica independiente. Por jugar con fuego de religiones con tal de asegurarse la sumisión, la mal llamada inteligencia estadounidense alimentó por dentro a Osama Bin Laden. Caída la URSS, quedan secuelas del peligroso juego. A imagen y a la contra de Israel ‑el gran enemigo‑, las repúblicas árabes han ido cambiando árabe por islámica, haciendo de la sharia o ley coránica la ley suprema del territorio, todo ello contra la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículos 1 y 2, 16, 18 y 26), pues un estado confesional discrimina a personas por razón de sus creencias. En 1979 pasó en Irán y hoy se ven los efectos en países árabes. Sociedades fanáticas dominadas por el islam no tienen inconveniente en implantar democracias. En democracia, conseguirán que ni la igualdad ni la libertad vuelvan nunca a crecer al otro lado del velo.
Martes tres de mayo. Portada de El País. EE UU liquida a Bin Laden. Contraportada. Foto de Tawakul Kerman, heroína de la revuelta yemení. ¡El País es grande!
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