El fenómeno Rosalía es satélite del planeta de jóvenes mujeres más menos cantautoras, más menos concertistas, más menos de conservatorio y, todas, de fusión (entre el flamenco, el rap, el bel canto y el pop), más menos pescaítos a la manera de la factoría de Javier Limón y para qué dar nombres. La mayoría se queda en flores de un día de un mercado a la vez fácil y abierto a lo que le echen y, a la vez, difícil por lo pronto que el mercado sustituye a una 40 principal por otra que hará que otra se eclipse y apenas un temita o dos nos deje en el recuerdo.
La culpa, lógicamente, no es de estas mujeres (varones, si fueran, sería lo mismo, pero por no salir del feminismo que nos inunda) sino de ese cóctel molotov que da en mezclar vida artística y mercado como carrera que, más allá de la primera inspiración, asegure la vida, larga muy larga, que vendrá después. Cuando los Grammy, los Óscar o los Goya, con sus redes sociales, encumbran a estas estrellas, hay que verlas más como víctimas que como culpables, jóvenes como son que acuden al panal de la fama y de la gloria sin percatarse de que más dura será la caída. [eLTeNDeDeRo] les pasa este comentario de Jesús Lillo, que algo entiende del género:
Rosalía y el síndrome de Bertín Osborne, extraído de Jesús Lillo en ABC, 04/02/19.
Muy extendido y aún más llevadero, el síndrome de Bertín Osborne cursa entre una audiencia televisiva que solo tolera versiones descafeinadas de canciones pasadas de vuelta y subidas de tono que trasladan al siglo 21 la teoría y práctica de recreadores como James Last, Fausto Papetti, Paul Mauriat o Ray Coniff. La versión del Me quedo contigo que interpretó Rosalía en la gala de los Goya establece un nuevo paradigma en la involución que representa este subgénero, paradójicamente en la voz y en las manos de quien vino a señalar el camino hacia el futuro del pop. Malamente. Cuando se cumplen veinticinco años de la universalización de Macarena de Los del Río, gesta cultural y globalizadora que está a la altura de la circunnavegación de Elcano, a los asesores de Rosalía no se les ocurre otra cosa que ponerla a cantar el Me quedo contigo, previamente flojeado por multitud de artistas agradaores, por rendir homenaje a la semántica de una ciudad, Sevilla, que tiene materia musical de sobra para experimentar. Antes de que Antonio Vega o María Rodés le quitaran hierro y quejío, fue Ana D la que, hace ya más de veinte años, sintetizó la balada de Enrique Salazar, y no precisamente con la intención de ablandarla, sino de incomodar al público con un fraseo difícil de digerir, en las antípodas de un flamenquito que la intérprete asturiana desrevolucionó para desafiar los umbrales rítmicos del aficionado y provocarle ansiedad. Flamencas o no, hay tantas canciones que aún no se han contrahecho que recurrir al Me quedo contigo solo revela ausencia de riesgo, un cantazo aplatanado que confirma que el medio es el mensaje y que la gala de los Goya no solo predetermina el discurso de los premiados. Marcarse a estas alturas un Me quedo contigo destensado y somnífero es como aplaudir (del tratrá al trantrán) al coro de profesionalas del cine que desde la tribuna de los Goya exige inclusión laboral mientras un discapacitado de los que ni siquiera tienen derecho a la vida pide un poco de compasión y se acuerda del padre que no lo parió y lo quiso como es. El heteropatriarcado linda en Sevilla con la homogenización cultural y ética. Ni el pinchadiscos del programa de Bertín Osborne lo hubiera hecho mejor. Jesús Lillo, ABC, 04/02/2019.
–enlace a Me quedo contigo, por Ana D.