El curso 82‑83 me destinaron como profesor de lengua y literatura al instituto de secundaria de Valverde del Camino, Huelva, plaza que había dejado vacante mi querido José María Delgado. Pues después de él no tienes nada que hacer aquí, me recibió ‑agradable‑ la delegada de curso de aquel cou de letras. Yo le repliqué que a mí en Valverde no se me había perdido nada y que en cuanto pudiese haría como José María: pedir traslado y salir pitando. Pasado aquel flechazo, Valverde vino a conquistarme cuatro años en los que fui feliz, tanto que ‑por miedo a mi propio declive o al desgaste de mi propia estrella‑ salí de allí con ánimo obligado (sabido es: no vuelvas a donde has sido feliz) de no volver nunca jamás. Corrían los cursos en jornada lectiva de mañana y tarde, salvo los viernes, y esas tardes de lunes a jueves se prestaban para que la muchachada y el profesorado se extendieran en actividades extraescolares. El 82 ganaría las elecciones el Psoe de Felipe González y Alfonso Guerra y el Psoe de Valverde del Camino tendría dos valverdeños muy bien situados en la nueva política andaluza. De Valverde eran el presidente del Parlamento autonómico y de Valverde el presidente de Diputación provincial. Manolo Becerro, teniente alcalde de Américo Santos y jefe del Psoe local, aireaba que a Valverde solo le faltaba una Giralda para igualar a Sevilla y un García Lorca como Granada. Fueron los años de la movida y de la reforma educativa, había dinero y ganas, para entendernos, y en cualquier pueblo de mediano tamaño como Valverde del Camino el instituto era la cima y suma del saber y de la inquietud cultural (la Universidad local) por encima del instituto de efepé (aunque no fuésemos clasistas, había clasismo en la enseñanza) y por encima de los varios colegios públicos, privados y concertados (sobre todos, los de monjas) que iban a dar al bachillerato con vistas a la verdadera Universidad, en Sevilla o Huelva capital. De modo que quien llevaba las actividades extraescolares en enseñanza media ejercía tanta o más influencia que la concejalía de cultura, plaza que recaía en un maestro o maestra que parecía inferior a la cátedra que desde el instituto impartía extraescolares con destino al mejor público que se podía tener: una juventud preuniversitaria y con ganas de comerse el mundo o de dejarse llevar detrás de quien supiera ofrecerle lo nuevo, lo inesperado, lo disruptivo con unos programas docentes que a toda costa había que innovar o contradecir. El caso es que el jefe Becerro, nada más conocer al profesor aquel que había venido de Sevilla con ganas de montar jaleo, se puso a mi disposición para organizar lo que fuese con todo el apoyo de propaganda y medios económicos casi hasta hacer de mi otro concejal de cultura en sintonía con el de verdad, maestro José Antonio Pérez Rite. Y el caso fue que a Becerro se le metió en la cabeza que la Giralda podía esperar pero García Lorca ya estaba allí, vivía en Barrio Viejo 1 y se llamaba Daniel Lebrato y su Teatro La Paz, La Barraca. Mañana les cuento cómo llegué a vicedirector.
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