
Si alguna virtud alcanza el pensamiento es ser libre, libre de las ideas trilladas que nutren las conversaciones más frecuentes y, por tanto, más sociables y más integradas. El mundo al uso (o lo que es igual: los conceptos del mundo) es obra de inteligencias superiores que, cada una tras sus intereses más o menos ciegos o inconfesables, manejan los itinerarios por donde quieren que transcurra el pensamiento ingenuo: es lo que nos hace tener que ser demócratas (de izquierdas o derechas, ya se puede discutir; la democracia, nunca); es lo que nos hace tener que ser creyentes (¿de qué religión?, tema libre, pero esta muchacha con su velo y la otra muchacha con su cruz); es lo que nos hace tener que ser españoles, europeos, solidarios, pacíficos o educados en la tolerancia absoluta a lo que no se debía consentir: la fealdad de un mundo injusto resultado de la explotación del hombre por el hombre, que sigue y sigue y sigue después de griegos y romanos aunque, si te preguntan, qué grande fue la Grecia de Pericles y que gran civilización la del imperio romano para que el Occidente nuestro, heredero de aquella antigüedad, nos parezca unánimemente criticable y mejorable pero, eso sí, el mejor de los mundos posibles, como queríamos demostrar.
Los trajes que el pensamiento debe saber llevar están tejidos de pomposas prendas personales que al hombre y a la mujer nos vistan para diario y las fiestas, para la casa y la calle. Conceptos que (como a Dios) nadie ha visto (libertad, igualdad) se juntan con conceptos que sí hemos visto (democracia, arte, cultura o religión) y nos producen dos clases de consuelo: quien vive bien de otros, y de la explotación de otros, ya coge el sueño por la noche, tan roncante, y quien vive mal o de que lo exploten igual dormirá lo justo para no escandalizar ni alterar el orden de las cosas.