Libros, discos, fotos, con sus tiendas, luchan. Luchan muebles y pantallas, cajas contra nubes. En la batalla se barajan cartas de naipes distintos, por grupos o intereses: el quien vive en negocio y se la juega -tendero, vendedor o minorista, pongamos que en riesgo de trabajo- y quien vive del ocio y ese ocio nos lo quiere cobrar por doble mente: primero, como musa o como estatus haciendo el tiempo libre “el tiempo es oro” y haciéndonos pagar luego por caja, por micromecenazgo o por taquilla en nombre de una obra que habrá que ver si es arte o es “arte de vivir” por cuenta ajena, ‘propia’ para el grupo. En medio te la clavan por la espalda denigrando todo aquello que no es cultura como en tiempos antiguos: libros, fotos, discos. Y poniendo a parir todo ese tráfico en versión digital para extranjeros: qué mala juventud siempre enganchada, qué tecno tentación, qué porno a mano de gente incontrolada por las redes en vez de aquel saber de bibliotecas, museos, quioscos, librerías donde don analógico se despacha a gusto del gusto que le da que el gusto es mío.
