Hay dos machismos: El machismo transversalidad histórica que una sociedad avanzada es capaz de detectar, para que no se repita la Historia, y el machismo comportamiento de individuos sexistas que, en tiempos de igualdad, no se puede consentir. No digamos malos tratos contra las mujeres por ser mujeres.
No existe una dialéctica entre el machismo y el feminismo como sí la hay entre capital y trabajo o entre religión y laicismo. Que ciertas asociaciones o partidos se reclamen machistas no anula este análisis: el machismo es una viga y, el feminismo, una construcción; construcción que alboreó en el sufragismo (1848), después quiso remover las tripas de la sociedad patriarcal y en el siglo 21 ha quedado en peticiones al Estado del Bienestar. El feminismo, no se asusten, es un machismo más. Vean, si no, el feminismo islámico.
La trampa está en que la feminista occidental, muy atenta al tipo exterior que le viene de fuera: que si el velo o el chador o el burca, que si el burkini, está aprovechando para eternizar sus tacones, sus uñas y sus boquitas pintadas, etcétera, un mundo de faldas y pantalones que no pasan por el tribunal de la Historia ni por el probador de otra moda.
Eso sí: tacones, uñas pintadas, faldas y escotes nada tienen que ver ni con el machismo islámico ni con el machismo africano que ablaciona y anilla a sus mujeres, ni con el machismo oriental que aprieta el pie a la geisha. No, mujer. El tacón de aguja español ni produce juanetes ni provoca esguinces de tobillo. Todo es cultura y civilización.
Hasta que se dé una revisión ética y estética de nuestra vida y formas de vida, empezando por el balón y la muñeca, todo es mierda para hoy y estercolero para mañana. Llamarle a la actual cosmética de lo que está pasando ‘en democracia’ (que ya es eufemismo) «feminismo contra machismo», valdrá para quedar bien con lo políticamente correcto o si hay que acudir a una manifestación contra Vox.