Coworking, el rey de los coworks

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COWORKING

El trabajo, motor de la economía, obedece a dos principios: la procura de bienes necesarios y la ley del mínimo esfuerzo. Esto es así desde que los hombres varones talaban árboles y las hembras tejían y siguió siendo cuando llegó la fábrica y la producción en serie o en cadena. Y ha sido siempre en todos los sistemas: esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo. Es el trabajo: la realización de una tarea ingrata a cambio de una remuneración. La economía no necesita más, ni el beneficio (el beneficio ya está en el bien que se consigue) ni la propiedad (privada o pública). En todo caso, el humanismo nos dice que se debería tender a que la parte negativa del trabajo, del negocio, se corresponda con la parte positiva del disfrute de los bienes, del ocio. Trabajo y tiempo libre que habría que repartir cuanto más y mejor.

Otra cosa es que ‑dado un sistema económico determinado‑ las personas una a una se busquen la vida insolidariamente. Es lógico (acaso justo) y necesario. La persona, haga lo que haga con una ética, estará bien hecho. Está bien que yo, nacido en un sistema capitalista que ni es mi culpa ni he elegido, prefiera ser capitalista o trabajador por mi cuenta antes que por cuenta ajena.

Viene esto a propósito de una página de coworking que nos da la bienvenida “al increíble y difícil mundo del trabajo independiente” con fondo de Indiana Jones. coworking. cotrabajo o trabajo en cooperación que permite a empresarios o profesionales independientes compartir un espacio físico o virtual para desarrollar sus proyectos cada uno de manera independiente a la vez que se fomentan proyectos conjuntos. Bien está. Pero sabe el hombre o la mujer que sin capital inicial no hay independencia, autonomía, empresa o emprendimiento que valgan. O sea que o vuestro entorno familiar os adelanta y os presta el dinero o, a la cola del banco o del ICO, y a ver ese crédito quién os lo da.

Aparte de eso, si se extendiera la idea y todos los trabajadores hombres y mujeres se apuntaran al coworking, ¿quién haría las casas, los coches, la recogida de la uva o de la aceituna? Al final resulta que de lo que se trata es de cómo me las maravillaría yo para ganar dinero y trabajar lo menos posible. Algo que yo, el Gatopardo, soy el primero en haber hecho[1]. Pero sin engañarme ni engañar. Asumamos los privilegiados los privilegios que tenemos. Cuidar mis niños, freír croquetas, tocar la flauta, escribir poemas, jugar al tenis, ver películas, probar preservativos o sublevar los pezoncillos a las coristas, como hacía Guillermo Montesinos en La corte del faraón, no es, no son, trabajo[2]. En Amanece, que no es poco, decía Manuel Alexandre a su hijo el cura, Cassen:

–Me parece a mí que tenéis más cuento que Calleja.

[1] El gatopardo, un ensayo sobre la cultura.

[2] Tres mínimos tiene el trabajo: 1) esfuerzo físico ingrato necesario 2) remunerado 3) por cuenta ajena. Faltando alguno de esos mínimos, estaremos hablando de esfuerzo o de trabajo en sentido amplio, pero no en sentido estricto y literal. Bricolaje para mí no es trabajo. Ordeñar mi vaca o abrir mi bar no es exactamente trabajo. Subir montañas en bicicleta, no siendo yo ciclista profesional, no es trabajo. Reinar, gobernar o representar (la política), tampoco es trabajo. La prostitución, más que trabajo, es esclavitud y acabará el día que se legisle sobre el trabajo digno y se prohíban los trabajos indignos o innecesarios, como matar toros o construir pirámides para un rey muerto.

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