Diego Vaya (Sevilla, 1980). Cuando trabajar no es una opción: Robert Hughes y la joven poesía española, Centauros, revista de literatura, nº 1, Huelva, octubre 2022, pdf descargable
Ser poeta y joven es verdaderamente jodido. Bajo la incrédula mirada de Robert Hughes (el de La cultura de la queja), jóvenes poetas españoles recurren una y otra vez a la palabra precariedad. A fuerza de repetirla, han convertido precariedad en el término de moda. Hace mucho que una palabra no era tan manoseada por jóvenes poetas españoles, aunque tampoco faltan periodistas que se les sumen. Se ha hecho de la precariedad un símbolo de identidad generacional: ya eres uno de los nuestros, bienvenido.
De trabajar ni hablemos, está claro. Mejor una beca, un premio, una ayuda a la creación, un bolo bien pagado. Qué harían sin los múltiples encuentros de poetas financiados por las administraciones públicas a donde los llevan a recitar. Y esos premios como el Nacional de Poesía Miguel Hernández para poetas menores de 30 años. Es tan variada la manera en que se subsidia a los jóvenes poetas españoles que muy mal tiene uno que hacer las cosas para no recibir en algún momento una limosna.
A estas alturas, Robert Hughes se ha preparado un whisky doble y se lo bebe de un trago. No es para menos, porque para tener relevancia a los jóvenes poetas españoles no se les exige que pulan sus poemas, o que dominen la métrica, ni siquiera que sus poemas intenten aportar algo dentro de una tradición (la que sea); lo que se les exige es tangencial a la escritura, y se condensa en: a) Ser altamente activos en las redes sociales. b) Ganar algún premio (a ser posible relacionado con la literatura, y si es de poesía, mejor). c) Publicar un poemario.
Para algunos jóvenes poetas españoles las redes sociales presentan un reverso lynchiano (por el cineasta David Lynch: loco, desquiciado, fuera de lo real). No solo deben gestionar la ansiedad y la angustia por lograr repercusión y publicitarse y parecer que siempre están ahí, sino que también deben lidiar con una angustia y una ansiedad todavía más lacerantes y opresivas, y que tienen que ver con los otros: si otro joven poeta publica un nuevo poemario, si lo reseñan, si lo entrevistan, si lo invitan a recitar o si gana un premio.
Cada uno sobrevive a su angustia y a su ansiedad como buenamente puede, porque la falta de trabajo en poesía se puede disimular o suplir mediante las relaciones sociales: si caes bien, tus poemas gustarán; o si caes bien, los demás van predispuestos a leer tus poemas con mejores ojos que si no te conociesen. Suele ser habitual que un poeta que te parecía del montón o directamente prescindible, de pronto, cuando lo tratas un poco, empieza a tener poemas buenos. También es habitual mantener las formas públicamente, pero en privado confesar que su poesía no te convence.
Este afán por caer bien genera a veces un mecanismo de reciprocidad que llega a puntos bochornosos. Robert Hughes se concentra en los cubitos de hielo que flotan en su tercer whisky. El problema que suscita toda esta táctica de llevarse bien con todo el mundo es que obliga a una vida social de alto voltaje. Por lo tanto, comienza a resultar muy difícil separar al autor de su obra: van en el mismo lote, lo tomas o lo dejas. Pero esta necesidad de la presencia constante del autor resulta un tanto paradójica, porque la verdadera relación entre el lector y el poema, como en cualquier otra disciplina artística, se encuentra justamente en lo que sucede en ausencia: el lector no está cuando el poeta escribe, ni el poeta cuando el lector lee.
Los poemas son lo de menos. ¿Hay alguien que de verdad se tome el interés en leer en profundidad cualquier libro de poesía actual? Y en el caso de que lo hubiese, ¿encontraría algo más que superficie en una época que sostiene como marca corporativa la superficialidad? Los poemas son lo de menos. Lo importante es estar ahí, ser un excelente relaciones públicas, exhibir una amplia sonrisa profesional, ir aquí y allá sin molestar o incomodar a nadie, no hay entre nosotros un mal poeta, todo vale, es cuestión de gustos.
No hay duda de que ganar algún premio aporta pone el foco sobre el ganador (al menos durante un tiempo), y lo que es más importante, permite publicar en editoriales prestigiosas. Pero la idea más generalizada es que hay que hacerse con la mayor cantidad posible de estos premios antes de llegar a los fatídicos 35 años, lo que viene a plantear una cuestión: ¿de verdad se están escribiendo en estos momentos tantos poemarios, digamos, buenos como premios hay convocados?
La cuantía económica de los premios, por supuesto, ayuda a salir de la precariedad. Pero no es la única forma. Parece extenderse entre algunos jóvenes poetas españoles la necesidad constante de publicar, publicar y publicar: en revistas, en suplementos culturales, en antologías, pero sobre todo en editoriales que les den visibilidad, porque cada año surgen jóvenes e incluso jovencísimos poetas españoles que tienen el encanto de la novedad, y aunque los royalties en poesía siempre han sido una especie en vías de extinción, un nuevo libro en ciertas editoriales puede dar acceso a colaboraciones remuneradas, del tipo escribir un artículo o recitar en algún festival de poesía.
Aunque la continua queja y la obsesión por la precariedad de algunos jóvenes poetas españoles no tiene en muchos casos tanta relación con los puntos a, b y c como con el deseo de vivir con/en/por/para y especialmente de la poesía. Si algunos jóvenes poetas españoles quieren dedicarse plenamente a la escritura, trabajar no es una opción. Pero para comprobar si en realidad esa opción es determinante o no en la trayectoria de un poeta, habría que analizar con cierta perspectiva todo lo publicado.
Robert Hughes apura su último whisky y me entrega un libro. Lo ha encontrado: al menos uno de los dos ha conseguido lo que se proponía. Leo el título: La cultura de la queja.