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the celtic spirit

Castro de Castrolandín.JPG

THE CELTIC SPIRIT

por Antonio Delgado Cabeza
01/12/16

Aprovechando el tibio sol de otoño, te escribo desde el asentamiento celta de Castrolandín, una aldea fortificada del final de la Edad de Hierro en la Galicia profunda, a mitad de camino entre Santiago y Pontevedra. Arqueológicamente recuperado hace poco, como otros cientos, este poblado forma parte de la denominada cultura castrenxe que se extendía entre los ríos Duero y Sella y que se dio por terminada cuando los romanos decidieron anexionar también a su imperio el noroeste la Península Ibérica.

Algunas familias procedentes de cercanos castros sobrepoblados osaron afincarse en este otero aún a sabiendas de que el trabajo iba a ser brutal. Explanaron la cima de la colina y con el material extraído construyeron parapetos defensivos y un foso alrededor. Fortificaron la loma con una doble muralla circular usando la roca más abundante en la zona, la piedra caliza, la misma con la que levantaron sus redondas casas.

Cada choza tenía anexos un espacio oval para el grano y otro para el ganado, con planta de piedra hasta media altura -que es lo que se ha conservado-, rematados con vigas de madera y una argamasa frágil de forma cilíndrica en los laterales y cónica en la techumbre de ramajes entretejidos, sujetado todo por un tronco central. En el interior, un rústico lar a ras de suelo para cocinar y calentar.

El motivo de establecerse aquí precisamente, se puede adivinar todavía hoy. Un espacio en alto, desde el que se domina toda la región, fácilmente defendible, con el frondoso valle del río Gallo por delante y un caudaloso arroyo por detrás, franqueado de bosques de robles, castaños, nogales y, sobre todo, encinas. La harina de bellota era la base de su alimentación. Había abundante caza mayor, menor y pesca. Existían ya explotaciones auríferas, férreas y plúmbicas. Qué más se podía pedir.

En la época no existían ni por asomo la unidad política ni la homogeneidad cultural ni religiosa, lo que concedía a los castros una independencia y autonomía difícilmente imaginable en el actual mundo globalizado. Las endebles estructuras defensivas y la ausencia de armas en las excavaciones, hacen pensar en unos habitantes pacíficos dedicados a la agricultura, la ganadería, la cantería, la minería, la metalurgia y algunos oficios más sofisticados y artísticos como la cerámica, la escultura y la joyería.

No hay edificios mejores que otros, ni tampoco templos ni cementerios y eso nos lleva a suponer una sociedad igualitaria, clanes muy poco jerarquizados y la ausencia de sacerdotes. Los ancianos eran la voz de la experiencia y en consecuencia sus opiniones eran sabias y respetadas. Que la transmisión fuera hablada permite especular mucho sobre los celtas, habiéndose llegado durante el romanticismo a inventar mitos y leyendas de los que a la gente le gusta oír y creer, con druidas, hadas y meigas de protagonistas, pero sin ninguna base científica.

Pero no he venido por cuarto día consecutivo a sentarme en las murallas de estas ruinas para contarte su historia. No. Lo que quiero transmitirte son mis sensaciones desde que crucé la puerta de entrada por primera vez. Eso es lo realmente inquietante, lo que me moviliza, me excita y hace meditar. El poblado está lejos de donde vivo. Qué fuerza magnética me atrae hacia aquí. Qué energía esotérica se apoderó de mí al entrar. Por qué me embarga esta emoción tan intensa desde que entré. Por qué tengo la sensación de haber estado antes aquí, de sentirme familiarmente como en casa. Por qué percibo presencias y sin embargo no tengo miedo en este lugar alejado y solitario en mitad de la nada.

Quizás, las respuestas la sepan las únicas testigos que han sobrevivido milenios y siguen aquí a mi lado revoloteando, silenciosas y expectantes. Las aves, que la espiritualidad céltica relacionaba con el regreso de las almas de los muertos.

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La cruz del bebedor de Cruzcampo

Cuzcampo Gambrinus
Gambrinus, antes de ponerse a régimen

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LA CRUZ DEL BEBEDOR DE CRUZCAMPO
El bebedor de cerveza

Sé por mi amigo Quisco, distribuidor, que una ley o disposición legal obliga a los bares a despachar al menos dos marcas de cerveza; la del barril, dominante, más otra de botellines en neveras y en proporción de un 25 por ciento. Añade mi amigo que algunas marcas, como Estrella de Galicia, imponen a los bares el abusivo monopolio a cambio de vestirles el local de toldos, complementos y mobiliario y a un precio por barril muy competitivo, que luego no repercute en el cliente. Sostiene Quisco que, si esos bares de Estrella sirvieran botellín helado de Cruzcampo, nadie se pediría la de Galicia de barril. Dúmpin llaman a esta agresiva práctica empresarial de penetración de mercado que también practica Cruzcampo (Heineken España) donde no la conocen y dando peor calidad. Si vais a Galicia no os dejéis engañar por el guiño de un luminoso Cruzcampo: os sabrá extraña; allí pediros estrellas Galicia, que están buenísimas.

La guerra de marcas recuerda a la de Coca Cola y Pepsi. Ocurre que al cliente exigente en colas, en whiskys, en ginebras o en cervezas no le gusta que le impongan, sino que le den a elegir: es el lado bueno (el liberal y permisivo, democrático al fin) de la mierda de mundo en que vivimos. En Sevilla un barril es un paso de semana santa que hay que llevar solidariamente y sin escaquearse entre todos los costaleros para que el grifo corra y dé cañas vivas y frescas, o sea, con burbujitas y glaciales; la espuma, la mata el frío y, en Sevilla, no es valor apreciado. La cerveza de barril es como el café, que vamos al bar y pagamos su precio porque en casa cafés y cervezas no saben nunca igual. Pagamos el euro y pico por un producto que no nos da el supermercado ni el frigorífico que, en el congelador, revienta, y, en la parte normal, nos parece caliente, eso sin contar pasteurización y otros detalles de cata. A precio de tienda, la caña en bar nos cuesta del doble a tres veces más. Como margen, no está mal; tampoco para el consumidor es excesivo y lo damos por bueno, la cerveza sigue siendo, como el tabaco, un consumo popular.

El local que presupone la marca de cerveza que yo, el cliente, debo consumir es el mismo que, a la hora de la copa larga, de ron, me dará a elegir entre tres o cuatro marcas; de whisky, entre nacionales y escoceses; de ginebras, Larios o Rives y, de tónicas, las que se lleven. Y si hablamos de vinos, entre riberas y riojas, menudo cuento se gastan los bares para clavarnos la copa de tinto que nos daría igual de a granel o de cosechero. ¿Qué pasa? Que se lleva el gusto gurmet ‑la pampliné tururú, que decía mi tío José‑ y el bebedor de cerveza es francamente gurmando, bebe cañas como agua, y hasta en la Cervecería Internacional de la calle Gamazo es capaz de pedirse una Cruzcampo como un cateto al que todos miran.

El cruzcampista lo que desea es que le dejen en paz. Luego vendrá la discusión de si es mejor conocer de todo o quedarse uno en su apuesta fija. Follar, viajar, fumar, beber: en esta vida hay quien le encanta moverse y experimentar novedades y hay quien no se mueve ni a sueldo. Por último, la Cruzcampo es una adición que, aparte del mono o síndrome de abstinencia, puede resultar para uno y para los demás una cruz [campo], un auténtico coñazo. Nosotros, a lo nuestro, como los Rollings, del rock ‘n roll. Es mala y la anestesian con frío, no sabe a nada, no tiene cuerpo, no tiene comparación, it’s only cruz campó but i like it.

enlace a El bebedor de cerveza

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