La memoria histórica se divide en dos: (1) la que tienen, como derecho exigible, personas o familias que se vieron perjudicadas por el alzamiento militar, y (2) la colectiva de España toda. La memoria individual toca a personas o familias, cuyo honor o patrimonio hay que recuperar, y la colectiva, a la decencia de una nación. Esta memoria colectiva y generalista afecta a gente como yo, cuya familia no se vio represaliada, aunque sus hijos alguna noche pasaron en calabozos o comisarías. (Estos dos niveles de la memoria son comparables, supongo, a los que se hayan dado en Chile o Argentina.)
Para lo que importó, tan abominables fueron juzgados o notarías -donde la represalia de toga privaba de oficios, titulaciones, propiedades y líneas de herencia-, como comisarías o centros de detención, donde la represalia de porra amenazaba al detenido.
Para lo que hoy se considera en Sevilla en torno al uso de la antigua comisaría de la Gavidia, no sé qué pierde la memoria -no el urbanismo (urbanismo y especulación son otro discurso)- con que un hotel de más o menos estrellas se instale allí. Ni qué ganamos con que en su nuevo destino el edificio conserve los calabozos de la tortura y la ignominia. Yo, que fui detenido en los últimos suspiros del régimen de Franco, no veo a mi fantasma años 70 corriendo por allí.
Mientras la memoria histórica se asienta en agravios reales, la memoria democrática se asienta en algo que está por demostrar: que el régimen de la España del 78 sea un Estado verdaderamente democrático y de derecho. (Los entrecomillados son suyos.)
Foto portada Kechu Aramburu, para Público.es, y foto Gavidia, del ABC.