EL ARTISTA CRUCIFICADO
EL ARTISTA CRUCIFICADO
Lo explica mejor que yo Antonio Molina Flores en su Doble teoría del genio, trabajo que aborda las relaciones entre sujeto y creatividad artística durante los casi treinta años que van desde la Crítica del Juicio (1790), de Kant, hasta El mundo como voluntad y representación (1818), de Schopenhauer. Primero fue la llegada de la burguesía al mercado del arte, en competencia con la iglesia y la nobleza. De pronto, en el arte mandaban las ciudades, nuevo sitio ideal o locus amoenus de pinturas, esculturas, arquitecturas e interiorismos. El arte burgués, que hoy diríamos civil, ya estaba en la pintura europea desde los primitivos flamencos. Lo que no estaba, y apareció en el siglo 19, es el concepto del arte por el arte y la figura del artista. Frente al artesano, capaz de realizar la imitación (o mímesis) dentro de unos cánones realistas, el artista, dotado de genio o de talento, parece un sumo sacerdote que desde su torre de marfil interpreta lo misterios de lo sublime y a continuación se erige en intérprete o mediador entre el misterio y los hombres. El público empieza a dividirse entre quienes entienden y quienes no entienden el arte, y el artista, encumbrado, se permite despreciar el mundo feo y material fingiendo que no le interesa, aunque es el mundo que le da de comer: el de la burguesía, que trajo al artista y al proletariado. Fue la bohemia. La bohemia, como la envidia o el colesterol, la hay buena y mala, la de artistas en la miseria y la de hijos de papá. Valle‑Inclán lo cuenta en Luces de bohemia. Pero el arte no tardó en agotarse (la Fuente de Duchamp es de 1917). Y vino la posmodernidad: el cuadro en blanco, el folio no escrito, la música del corazón o de los pájaros, los sonidos del silencio. Pasada la primera sorpresa, ya nadie paga por esos experimentos. Es lo que nos ocurre en una galería de arte modernito: que o no lo entendemos (en realidad, debería darnos igual no entenderlo porque lo más probable es que el artista no tenga nada que decir) o íntimamente pensamos: Yo también podría hacerlo (la foto, el cuadro). La posmodernidad, con sus repeticiones, hizo que volviera la artesanía, pero los artistas siguieron instalados en una altura que nos resulta patética. Para nosotros, la muerte del arte es una liberación. Si hoy entro en una exposición será porque el artista sea amigo mío o porque me haga falta un cuadro para el salón, no ya porque la galería encierre algo sublime. Muerto el arte, todos somos artistas y cada uno con nuestra cámara en el telefonino, con suerte, podríamos ganar el Pulitzer de fotografía.
Viene esto a cuento del pleito que una santa, real, ilustre y fervorosa hermandad y archicofradía de nazarenos de Sevilla quiere levantarle a Rafael Iglesias por un cartel montaje de los que él hace, un magnífico crucitauro o crucifitauro, un Cristo en la cruz con cabeza de toro, se supone, los dos, expirando. La lectura no puede ser más clara: en las fiestas de Sevilla, quien sufre es el toro. La verdadera fe sabe que Dios, si es dios, no muere, y el creyente sabe que quien espera resucitar no muere, así que el crucificado tampoco sufre. Más allá de una legislación sobre copyright, lo que el enfado de la hermandad pone de relieve es cómo el llamado arte de la Semana Santa no ha cumplido sus ciclos, ni ha sido arte en el sentido genial del siglo 19 ni ha sido moderno ni posmoderno, ni se deja reconocer como lo que es, del Gran Poder a esta parte: pura artesanía, entendida ésta como la repetición de un modelo, como se repiten búcaros o vasijas de loza fina. Que la agonía se exprese distorsionando una cadera sobre otra, no es más que una iconografía manierista que ya en su día fue pura imitación, como reconoce la página de la santa cofradía, donde leemos que el autor de su Cristo pudo inspirarse en Miguel Ángel, siguiendo la línea serpentinata que rompía con los cánones góticos. No. A la hermandad, no le preocupa su copyright sobre una imagen que, suponiendo que Rafa la haya capturado, cualquier turista captura con su cámara y como quiera la utiliza en su ordenador. A la santa cofradía lo que le sale del alma es dar leña a quien se meta un pelo con lo sagrado según Sevilla, algo que ya vimos cuando Javier Krahe tuvo la ocurrencia de hacer un corto sobre cómo cocinar un crucificado. A la hermandad le irrita la lectura que se hace del cartel. Pero como eso no se lleva, la hermandad se acoge a sus supuestos derechos de autor, que es una forma de sintonizar con la SGAE, con la campaña contra la piratería, etcétera, etcétera. Lo que quiere la santa, real, ilustre y fervorosa hermandad y archicofradía de nazarenos es no parecerse al integrismo de islamistas radicales y que Rafael Iglesias no nos recuerde a Charlie Hebdo.
Daniel Lebrato, Ni cultos ni demócratas, 7 de mayo de 2015.