En Roma, los ciudadanos de pleno derecho podían dedicarse a actividades artísticas y literarias si lo deseaban, siempre que fueran ocasionales y, sobre todo, desinteresadas. En cambio, pretender ganarse la vida con las letras era un afán poco decoroso para la gente de bien. Cuando los conocimientos se mezclaban con el ánimo de lucro, quedaban inmediatamente desprestigiados. Ya he dicho que hasta los oficios intelectuales de mayor sabiduría, como la arquitectura, la medicina o la enseñanza, eran propios de clases bajas. Los maestros de la escuela antigua, en su mayoría esclavos o libertos, ejercían una tarea humilde y menospreciada. «Tenía orígenes oscuros», comenta Tácito de un individuo ‑un advenedizo‑ que había empezado su carrera ejerciendo ese oficio plebeyo. Los patricios y aristócratas valoraban el saber y la cultura, pero despreciaban la docencia. Se daba la paradoja de que era innoble enseñar lo que era honorable aprender. Quién nos iba a decir que en tiempos de la gran Revolución Digital volvería a tomar fuerza la antigua idea aristocrática de la cultura como pasatiempo de aficionados. El viejo estribillo suena otra vez, repitiendo que si escritores, dramaturgos, músicos, actores, cineastas quieren comer deberían buscarse un oficio serio y dejar el arte para los ratos libres. En el nuevo marco neoliberal y el mundo en red ‑curiosamente, como en la Roma patricia y esclavista‑, el trabajo creativo se reclama que sea gratuito.
(Irene Vallejo, El infinito en un junco: La invención de los libros en el mundo antiguo)