ANIBALISMO
Se llama anibalismo o síndrome de Aníbal a una variante del pánico escénico, estado inhibitorio que padece quien teniéndolo todo a favor para ganar la escena, justo antes de subirse el telón, se bloquea y se niega a salir en público (mejor sería: al público). Es lo que le pasó a Aníbal Barca (247‑183), general cartaginés, quien, después de haberle dado una soberana paliza a las legiones romanas (Cannas, 2 de agosto de 216), no cayó sobre Roma, que tenía a su alcance, lo que hubiera cambiado el curso de la Historia. La lógica de Roma, en cambio, fue implacable y su venganza, terrible: Delenda est Carthago. Y años más tarde Cartago fue borrada del mapa (146). Dicho a lo Antonio Machado: Roma pasó por tu puerta, Aníbal, dos veces no pasa. Por algo a la Ocasión la pintan calva, de tantos que han querido pillarla por los pelos. En la reciente historia de España, la última ocasión de tomar Roma la tuvo Pablo Iglesias mientras Podemos fue un movimiento, un magma, un estado de opinión, fenómeno de masas que Podemos ha desperdiciado. Tras anunciar una segunda Transición, que acabaría con el régimen de la primera, tras amagar con hacer saltar la Constitución de 1978, y teniendo tanto apoyo y toda la indignación que venía cuajando desde el 15‑M, Pablo Iglesias cayó en las redes de La Sexta (¿programa?, programa, ¡programa!) hasta reconvertir su lenguaje en lo que ahora es: el de un jefe convencional de un partido convencional. De segunda Transición, ni se habla. El caso Pablo Iglesias recuerda a Felipe González. En 1982 el Psoe obtuvo el 48,11 de los votos; el PCE, el 4,02. Esa mayoría social, pasada por la ley d’Hont, era absoluta en el Congreso y en el Senado, y Felipe González ganó su investidura por 207 a 116. Con esa goleada de escándalo, el Psoe reaccionó como Aníbal. Teniéndolo todo a favor y lo más fácil para devolver a España lo que le arrebató la larga noche del franquismo, el nuevo y flamante presidente no tuvo valentía para legislar y cumplir sus compromisos de campaña. A los dos días de tomar el poder, se vio que el socialismo español iba a seguir el guion de los Pactos de la Moncloa: continuidad dinástica, eclesiástica y militar para mayor gloria de España: ley general de educación, concordato con la Santa Sede, que el Psoe no se atrevió a tocar, sucesión a la Jefatura del Estado, integración en la Alianza Atlántica. ¡Otan, no; bases, fuera! y ¡Gibraltar, español! quedaron como canto celestial de un PCE ya pronto Izquierda Unida, entrampada con el bipartidismo PP Psoe y con el bisindicalismo Ugt Comisiones Obreras. En lo personal, las figuras socialistas imitaron conductas de la derecha. Filesa, Gal, Luis Roldán, Juan Guerra, los maletines cuando la Expo, después vendrán los Ere, significaban que Roma no iba a ser destruida, sino calcada en lo peor de sí misma. Las fuerzas vivas de la economía, de la banca y de la empresa debieron pensar que para hacer política de derechas mejor la haría el genuino partido de la derecha y la hemorragia de escaños del Psoe fue progresiva: 202, 175, 159, 141. Hasta que el PP de José María Aznar echó a Felipe de la Moncloa, lo que repetirá Rajoy con el breve capítulo de Zapatero. Delenda est Izquierdía. Y la izquierda fue destruida. Pedro Sánchez queda como el líder de un labour party, perla de la Corona y cómplice de su majestad, y Pablo Iglesias aspira a suceder a Felipe González, plaza vacante que ocupó el primer Psoe, y jugar su mismo papel. Si el arrogante González ninguneó a Santiago Carrillo, el arrogante Iglesias ningunea a Alberto Garzón. Que no le hablen de coaliciones ni de izquierdas. Frialdad absoluta ante Ahora, en común. Película ya vista. Destruida Cartago, queda Roma para rato.
Ni tontos ni marxistas, 17 del 9 de 2015

