Puse en la red: «No hay Navidad más que La vida de Brian». El nacimiento de Cristo pudo haber sido celebrado hace veinte siglos, pero difícilmente después de las cruzadas, de la santa inquisición, y de las guerras de religión. Cristo en la cruz, de Jorge Luis Borges:
Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra. Los tres maderos son de igual altura. Cristo no está en el medio. Es el tercero. La negra barba pende sobre el pecho. El rostro no es el rostro de las láminas. Es áspero y judío. No lo veo y seguiré buscándolo hasta el día último de mis pasos por la tierra. El hombre quebrantado sufre y calla. La corona de espinas lo lastima. No lo alcanza la befa de la plebe que ha visto su agonía tantas veces. La suya o la de otro. Da lo mismo. Cristo en la cruz. Desordenadamente piensa en el reino que tal vez lo espera, piensa en una mujer que no fue suya. No le está dado ver la teología, la indescifrable Trinidad, los gnósticos, las catedrales, la navaja de Occam, la púrpura, la mitra, la liturgia, la conversión de Guthrum por la espada, la Inquisición, la sangre de los mártires, las atroces Cruzadas, Juana de Arco, el Vaticano que bendice ejércitos. Sabe que no es un dios y que es un hombre que muere con el día. No le importa. Le importa el duro hierro de los clavos. No es un romano. No es un griego. Gime. Nos ha dejado espléndidas metáforas y una doctrina del perdón que puede anular el pasado. (Esa sentencia la escribió un irlandés en una cárcel.) El alma busca el fin, apresurada. Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto. Anda una mosca por la carne quieta. ¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?
Daniel Lebrato
CRUCIFICCIONES
Borges, Buly
Corría el año del Señor. Seguramente el imaginero discurre entre los tres o cuatro clavos (Pacheco: Visiones de Santa Brígida) sobre la tabla de la policro- mía románica, más veraz que el triángulo gótico. Duda que resistan radio y cúbito, que verosímilmente pise el uno al otro pie sin ir allá como miriñaque triste tanto metatarso. No le ayudan los cuatro evangelistas. No le sirven los apócrifos y muy poco la versión siria del de Rábulas. Cuando cree que termina, es nada, se equivoca: a saber si la greña baja por derecho o izquierdo lado, si aún conserva la corona de espinas o qué lienzo disimularía la mórbida cadera, el muslo mortecino. Con ojos piadosamente yertos o en órbita (como quien ya vislumbra concilios, vidrieras, viernes santos), tal vez se da a ensayar futuras iconografías, el fin. Ante esos ojos dios y artista se confunden, pues a ninguno de los dos le cabe la gloria en la cabeza ni otro destino que inventar el paraíso.

