Stefan Zweig. Poesía publicable. Sobre la traducción.

EL POETA

Érase quien en noche clara de verano se adentraba.
Su último amor ha largo tiempo se le había ido.
Él no se lamentaba. Mas de púrpura se inflamaba
el rubor de la llaga de su corazón herido.
Tremolaba extraño brillo en sus pupilas
de la honda aflicción siembra tardía y doliente…
Así iba caminando mudo… danza de candelillas
le guiaba por la senda pálida y oscureciente.
Lucía la campiña resplandor de paz y opulencia
como un pecho que late alentando dichoso…
Sintió entonces la suave mano del silencio
envolviendo de frescor su pulso hervoroso.
Y de cálices mil llegó volando en abundancia
un florecer que de lejanas lejanías provenía.
Tenía de los oscuros vinos la fortísima fragancia
que mansa hizo presa en su gran melancolía.
Y vestida de ensueño la soledad va arrastrando
hacia el corazón de madre al cansado soñador,
hasta que realidad y pesadumbre va olvidando
pues de su misteriosa melodía es ahora deudor.
Y esparcieron las corolas polen sobre su cabeza…
Pero la voz cantaba y en su canto persistía,
hasta que sueño fue todo recuerdo de tristeza
y todo dolor una perpetua poesía…


OSCURO ANHELO

Brumas en lontananza bordan el día túrbido
y al campo soplos de oscuridad va lanzando.
Siento anhelo de astros claros, fúlgidos
que mudos, como cisnes, el éter van surcando,
anhelo de una dulce noche de aire aromado,
silente y de oníricos tesoros obsequiosa,
que a mis mundos me devuelva renovado
y enmudezca las ansias de mi alma pesarosa.


FE EN LA ESTRELLA

¡Mira, ha caído una lumbrosa estrella!
Como blanca y vagarosa centella
planea hacia las flores del atardecer…
¡Deprisa…, antes que empiece su decaer
pronuncia el deseo que ha de acaecer!
Con temblor la lasa estrella ha caído…
Yo calladamente tu mirada he bebido
y con ella la plegaria de tu íntimo ser…


MI AMOR

Odio a las mujeres de la saciada sonrisa,
esas que solo brindan rutina y destreza,
que sus gracias abanican de altiva guisa.
Odio a quien ama tal suerte de belleza.
De ojos taciturnos quiero sacar centellas
hasta que ardan en amor incandescente,
quiero decir mis sueños a pálidas doncellas
que a mis oníricos jardines son inherentes.
Quiero sentir cuerpos inocentes e ignaros
de su punto de viva madurez logrado,
quiero acoplar los labios a aquellos intactos
que jamás el deseo satisfecho ha rozado.
Solo dedos esbeltos como sílfides quiero besar
por los que corre la sangre con luz pálida…
Muchachas que ignoran la verdad son mi amar,
una niña pobre, callada, para la vida inválida.
A ésta le he reservado millares de euforias
de las brasas de la juventud inconsumida,
quiero ceñir a su cuerpo la púrpura de gloria
cuando cautiva en mis brazos esté rendida.
A ella quiero enseñar la felicidad del amor
que transporta hasta el firmamento distante,
tal como del altar de flamígero resplandor
a las estrellas se eleva la llama exultante…


RESURGIR DEL DESEO

Se han desplomado las olas bravías,
se han extinguido las ascuas del corazón
y a los vastos dominios del alma mía
no penetra ningún rayo de sol.
Solo a veces, en las más lóbregas hoces,
un susurro el silencio parece atravesar
como si en sueños clamaran las voces
por un jubiloso resucitar…


UN ANSIA…

Hay en mi corazón un ansia, un temblor
por un vivir magnífico, bendecidor,
por un amor que al alma dilate
y todo impulso extraño remate.
Aguardo días, horas, largas semanas,
mi corazón sigue mudo, las palabras no manan,
mi añorar se refugia en canciones lánguidas,
y calurosas noches beben mis lágrimas.


SOLO AL INCLINAR LA COPA

Leve se mueve el baile de las horas
sobre los cabellos ya plateados,
porque solo al inclinar la copa
se ve con claridad el fondo.
Presentir cerca la noche
no produce confusión, sino calma.
El puro contemplar el mundo
es solo del que no desea nada.
Ya no pregunta lo que alcanzó,
ya no lamenta lo que perdió.
Para el viejo es solo el leve
inicio de su despedida.
La mirada nunca brilla más
que cuando la encienden las últimas luces.
Nunca se ama más la vida
que a la sombra de tener que abandonarla.


Las cuerdas secretas de un joven poeta llamado Stefan Zweig. Cuerdas de plata, versos inéditos, 20 octubre 2021. El Cultural © 2023


En primavera de 1901, cuando aún no había cumplido veinte años, Stefan Zweig, tras publicar algún poema o relato en periódicos y revistas de prestigio de la época, vio cumplido el sueño de ver impreso su primer libro. Se trataba de Silberne Saiten (Cuerdas de plata), que llegó a las librerías de Berlín bajo el sello Schuster und Loeffler. Estos poemas, los más logrados y temáticamente más afines entre los cientos que había escrito hasta la fecha, habían nacido de la «pasión por el lenguaje», como declaró en sus memorias. Para Zweig, fascinado por la poesía de Émile Verhaeren y Rainer Maria Rilke, que su libro, bellamente impreso e ilustrado por el vanguardista Hugo Steiner-Prag, apareciese en el mismo sello donde publicaban jóvenes poetas como Hugo von Hofmannsthal y el propio Rilke, satisfacía todas sus expectativas. La prensa reseñó el poemario con creces, la opinión casi unánime fue que aquélla era la obra de un joven con talento, y pese a subrayar en sus versos una carencia de experiencias profundas, reconocía en ellos un valioso ejercicio de estilo. A pesar de las alabanzas de la crítica, Cuerdas de plata no pasó nunca de la primera edición, por decisión propia del poeta: sus poesías dejaron de satisfacer las exigencias que como escritor él mismo se imponía y, pese a que publicó algún otro poemario tiempo más tarde, con los años encaminó su carrera literaria por otros derroteros y géneros que, finalmente, le condujeron al éxito que todos conocemos. Para César Antonio Molina, los poemas de Zweig, simbolistas, llenos de pasión y alma, se nos revelan hoy fundamentales para entender la personalidad del joven escritor, su carácter existencial, sus incertidumbres ante la vida, donde manifiesta premoniciones que años después se cumplirían. La poesía del joven Zweig apareció de manera fulgurante en su vida y, de la misma manera, desapareció. Stefan Zweig (Viena, 1881-1942, Petrópolis, Brasil), novelista, dramaturgo, periodista y biógrafo austriaco de origen judío, nacionalizado británico en 1938, en su exilio en Londres, a raíz del Anschluss que convirtió Austria en una provincia más del Tercer Reich. De allí viajó a Estados Unidos, para finalmente recalar en Brasil, donde el 23 de febrero de 1942 se suicidó junto con su segunda esposa, Charlotte Altmann, por su propia voluntad y con los sentidos claros. Con sus numerosos libros llegó a una audiencia de millones de lectores en todo el mundo. El mayor genio de la biografía en el mundo germánico, en palabras de Mauricio Wiesenthal, mantuvo amistad y correspondencia con intelectuales y escritores de la talla de Verhaeren, Rolland, Freud, Gorki, Hofmannsthal, Rilke, Rathenau, Roth y los hermanos Thomas y Heinrich Mann. Su primer libro fue el poemario Silberne Saiten, Cuerdas de plata, 1901, que se traduce ahora por primera vez al español.



Ángel Silvelo Gabriel. Stefan Zweig, versos nacidos de la pasión por el lenguaje

Amor y deseo unidos por la melancolía de lo no poseído. Ensoñaciones del cuerpo que no conocemos. De la virtud que nunca allanaremos. Del impulso de llegar a amar por encima del miedo. A nosotros. A lo desconocido. Al otro. Estos versos nacidos de la pasión por el lenguaje, que no de la experiencia, son con los que Stefan Zweig comenzó su carrera literaria. Poemas sumergidos en el oxímoron que en sí mismo supone la evocación de la nostalgia hacia aquello que aún no se ha vivido. El amor. El sexo. La pasión sin resolver. Pasión anhelada. Encriptada. Y resuelta muchas veces mediante metáforas que envuelven a la naturaleza en un embelesamiento de lujuria léxica que no carnal. Una pasión que, además, se desplaza junto a versos de auto conocimiento. Una silueta de formas sin resolver, que es la de la que se que compone su primer poemario, Cuerdas de cristal, que como muy bien nos apunta Gonzalo Torné en el prólogo: la clave parece estar en esa cuerda de plata con la que el poeta se refiere a su propia sensibilidad, rasgada por los embates de la experiencia mundana y por los sueños oníricos. De cada encuentro, un roce; y de cada roce un canto, tal y como sucede en el poema Nocturno: «Mira, la noche tiene cuerdas de plata/ tensas sobre los sueños de la siembra,/ suaves y temblorosos sones se deslizan/ sobre el aliento de la tranquila campiña/ hacia lejanos y radiantes horizontes.» Aquí, la poesía inicial de Zweig representa a un vehículo con el que llegar al deseo. Tierno. Jovial. E inocente, por su falta de belleza y un simbolismo que se recrea en la nostalgia de lo no vivido, lo que nos traslada al mundo de los sueños, y a ese mundo de ayer que caracteriza a esta primera obra poética del escritor austriaco. Muchos de los versos de Cuerdas de plata expresan la vitalidad o cadencia juvenil del éxtasis por la vida. Un leitmotiv que Zweig expresa mediante las figuras del nuevo día, la llegada de la primavera, o la noche preñada de múltiples posibilidades como expresa en el poema Ahora sé: «Ahora sé quién teje en mis noches/ esa dichosa luz,/ pues el esplendor de ese rostro de ensueño/ no revela sino tu amado semblante,/ que las bendice de forma tan sencilla y profunda/ que dejan de ser noches y se llenan de sol.» Algo parecido es lo que ocurre en Las coronas tempranas, un poemario fechado en 1906, cuando Stefan Zweig cuenta con la edad de veinticinco años, y en el que ahonda en la necesidad de satisfacer el éxtasis del amor carnal que, en su caso, solo se traduce en palabras. En este sentido, la necesidad de satisfacer el más íntimo de los instintos está caracterizado por el freno que ejerce una sociedad cerrada como la vienesa, donde el ambiente claustrofóbico y angustioso de un gran número de sus poemas son el elemento represor de la libertad individual. Y cuyo mejor ejemplo sería el poema titulado como La noche de la gracia. Una ronda de sonetos en la que asistimos a un extenso e intenso trance amatorio desde su inicio insinuante hasta su ingenuo final, de nuevo varado en imágenes donde la naturaleza recobra el protagonismo: «II. Entonces la abandonó: “No voy a seducirte./ Sé solo mía cuando ya lo seas del todo./ No quiero aceptar ni uno solo de tus regalos./ Dame tan solo lo que ya me pertenecía. […] VI. En esta noche, no obstante, se le dio la gracia/ de percibir el mundo como por vez primera./ En senderos resplandecientes atisbó las estrellas,/ barcos a la deriva en la antesala del cielo… Y como un niño que al mundo despierta,/ tomó de estas gentiles manos de muchacha/ un resplandor renovado que siempre fue suyo.» En Nuevos viajes, publicado en 1924, aunque el amor y su éxtasis carnal sigue siendo tratado por el escritor austriaco, su mirada se vuelve más amplia y de cierta forma lo abandona, para llegar a situaciones o temáticas más afines a aquellas por las que ha pasado a la historia de la literatura, como son: la lucha por la libertad y contra los nacionalismos, por ejemplo. Un fanatismo que recrea con gran realismo, crudeza y acierto en el poema titulado El mártir. Aquí su poesía ya no es una prolongación del Romanticismo: «En silencio se van colocando,/ todo está inmóvil, la piedra los fulmina./ El teniente lee la sentencia./ Muerte por traición. Con pólvora y plomo./ ¡Muerte! Como un disparo/ la palabra golpea sus corazones.» Aquí ese mundo de ayer que tan bien representa la sociedad vienesa de principios del siglo 20 deja de existir y da paso a un mundo atroz, cuya violencia no entiende de barreras. Un mundo alejado de ese otro que Zweig soñó en su juventud. Un mundo apegado a la pasión por un lenguaje encadenado a la melancolía de aquello que no llegó a ser.

Ángel Silvelo Gabriel. Stefan Zweig, Poesía Completa: Versos nacidos de la pasión por el lenguaje. TodoLiteratura.es, 23 abril 2023

Enhorabuena por publicar un poema de Zweig. Sabía que escribió poesía pero nunca había leído un poema suyo. Sí, en cambio, casi toda su narrativa, publicada por Acantilado, y de la que es difícil destacar algo por encima de lo demás (pues todo es maravilloso). Pero si me apurasen yo destacaría el relato Mendel el de los Libros y la novela Impaciencia del corazón.

He aquí la excelsa melancolía de Zweig: en prosa o verso el mismo distanciamiento de la ingrata realidad. Parece que Stefan está despidiéndose siempre, antes de emprender un viaje. En el fondo de la copa del viejo del poema, ya reposa un sedimento turbio de Veronal. Naturalmente, me refiero a los poemas con rima escritos en lenguas cercanas a la nuestra y que se vierten al castellano en prosa.

Qué difícil encontrar poesía de Zweig en español: ni en papel ni en Internet. Como nos dice el también amigo Luismi, la editorial Acantilado ha publicado gran parte de su narrativa, así como sus memorias (El mundo de ayer) y varios ensayos. Incluso se ha traducido y publicado en español su correspondencia con Freud, Hermann Hesse y otros. Pero, en cambio, la poesía de Zweig apenas se ha vertido al español, al menos que nosotros sepamos. El poema que publicamos nos lo ha traducido del alemán una amiga. Al parecer la poesía de Zweig es rimada y, claro, se plantea el problema de siempre: que al traducirla se pierde la rima (Hay traductores que, de manera un tanto ridícula, quieren conservar la rima al traducir poesía: el resultado es espantoso, aparte de falsear el poema original). Yo no sé alemán pero estoy convencido de que, incluso perdiendo la rima, traducida al español la poesía de Zweig ha de ser tan fascinante o casi como su prosa.

Tengo ante mí las dos primeras estrofas de la Comedia de Dante (Inferno, acto I): unas en italiano actual, otras en prosa de un traductor anónimo, y las terceras en castellano rimado, de la denostada versión -por algunos- del Conde de Cheste. Curiosamente, hallo más ajustado al original y más bello el engendro de Cheste (en realidad paúra se compadece bien con pavura, palabro tan empleado en la rancia poesía hispana, y mejor que el otro prosaico -que resulta serlo- temor) que la versión que se lee de corrido sin que se detecte el ritmo y la concordancia de las palabras que riman en italiano y que, dadas las similitudes de ambas lenguas (la italiana y la española), necesariamente tenían que darse si se respetara al pie de la letra el texto de Dante. Lo que me lleva a la conclusión de que, aunque se diga que la prosa refleja más fielmente el texto original, existe la preocupación porque no se empleen palabras que rimen entre sí, por considerar -supongo- que haría un efecto chocante e indeseable en un texto escrito en prosa. Luego también se manipula y consecuentemente se pervierte la fidelidad al modelo por asuntos de eufonía y otras convenciones, dando todo ello lugar a un producto tan alejado del móvil poético primigenio como lo pueda estar su vertido al verso rimado, en este caso al castellano.

Acantilado publica en La filial del infierno en la tierra cuatro cartas que Joseph Roth escribió a Stefan Zweig y sus artículos más críticos con el totalitarismo nazi. La filial del infierno en la tierra (Acantilado) es el testimonio del Joseph Roth más indignado, asqueado y apasionado. De un hombre convencido de que el patriotismo es particularismo, en una época en la que el régimen nazi anulaba la conciencia individual en pos de la supremacía aria, buscando despertar un sentimiento de patriotismo blanco y cristiano. El hombre ya no se conmueve cuando se vulnera y asesina la condición humana, manifestó en una carta a su amigo Stefan Zweig. Ambos compartieron la misma convicción en esos tiempos convulsos: su hogar, Austria, estaba irremediablemente perdido antes incluso del Anschluss en 1938. La correspondencia, que consta de dos cartas de 1933 y otras dos de 1935, destila una impotencia rabiosa y apunta ya una profunda crisis de identidad. El epistolario, escrito desde París, igual que los artículos que publicó en diarios de habla alemana, reflexiona sobre la humanidad, sobre el judío que va a la guerra, como él, o el que se opone a ella, como Zweig. Roth habla de enfermedad, de una sociedad podrida que hay que amputar cuanto antes para que no contamine al resto. Tanto Roth como Zweig optaron por el exilio. Roth se marchó, huyendo del humo y las cenizas en que se convirtieron sus libros, condenados a la hoguera por los nazis. Zweig aguantó hasta que la policía registró su casa en 1934. Sus obras fueron prohibidas en la Alemania aria, demasiado pura para las letras de un judío. La desesperación por la cultura perdida y el aparentemente imparable avance del nazismo le condujeron al suicidio en 1942. Su amigo Joseph Roth había muerto tres años antes, mojando su rabia en alcohol.

Mi judaísmo nunca me pareció nada más que un atributo accidental, algo así como mi bigote rubio, que lo mismo podría haber sido negro. Nunca sufrí por ello. Nunca me enorgullecí de ello. (Joseph Roth, Carta a Stefan Zweig, 1935, recogida en La filial del infierno en la Tierra).

Verano de 1936. Stefan Zweig (Viena, 1881) se ha convertido en una estrella de la literatura. Difícilmente hay un autor en lengua alemana que venda más que él: su nombre es tan conocido en el extranjero como el de Thomas Mann. Sueño que empezó a desvanecerse en mayo de 1933, cuando los nazis quemaron sus libros en la plaza de la Ópera en Berlín. Ese día también quemaron los libros de su amigo Joseph Roth (Brody, Imperio Austrohúngaro, 1894). El calvario de Roth, sin embargo, empezó antes: sus obras fueron prohibidas en cuanto Hitler tomó el poder. Antes de emprender el camino del exilio, le escribirá a Zweig: «Gobierna el infierno». El austriaco, que está preocupado pero ha vivido «más fines del mundo» –¿es que nadie se acuerda ya de la Gran Guerra?–, le responderá con consejos: que no siga alojándose en los hoteles más caros; que ahorre dinero; que beba menos. Al borde del abismo. El día y la noche, eso son Zweig y Roth. El primero, dueño de un castillo, mundano y autor de best sellers; el segundo, periodista de éxito en los años veinte, pero escritor del montón. La fama llega con Job y La marcha Radetzky, aunque dura poco: sus libros no tardan en ser prohibidos. ¿Cómo no va a ser un hombre desdichado? Ambos han buscado refugio al borde del abismo. «Nada de grandes maletas, le ha pedido Zweig a su secretaria y amante, Lotte Altmann, allá no haremos más que vivir.» Allá es la ciudad belga de Ostende, donde los amigos se reencuentran. Y donde les esperan otros «narradores contra el naufragio» que se avecina: Willi Münzenberg, Ernst Toller, Arthur Koestler. La comunidad de los fugitivos. Mientras Zweig pone orden en la vida de Roth, le presta dinero y le invita a comer, los amigos ven avanzar las sombras sobre Europa. Temen que Goebbels consiga convencer al mundo de las intenciones pacíficas del régimen nazi. No se hacen ilusiones: «Los judíos orientales no tienen patria en ninguna parte, pero sí tumbas en cada cementerio». Conversaciones, bistrós, el gran casino. Extraordinaria recreación de un universo que se derrumba la que ofrece Volker Weidermann, uno de los grandes especialistas en la búsqueda de libros prohibidos por los nazis. A él debemos la publicación de Historias y desventuras del desconocido soldado Schlump (Impedimenta, 2014), cuyos ejemplares fueron quemados en la plaza de la Ópera de Berlín. Solo se salvó uno: el que su autor, Hans Herbert Grimm, escondió tras una de las paredes de su casa antes de quitarse la vida. Fue Weidermann quien, ochenta años después, lo descubrió. Ahora rememora el verano en el que Ostende unió a Zweig y Roth, cuyas obras también ardieron en 1933. «Siempre me veo así: soy un viejo flaco, con un largo traje negro de mangas muy largas. Es otoño, me paseo por mi jardín y maquino intrigas astutas contra mis enemigos. Contra ellos y también contra mis amigos»: con estas palabras imaginó Joseph Roth su futuro. Pero no, no le dio tiempo a maquinar intrigas; tampoco a envejecer: murió alcoholizado en París en 1939. No había cumplido los cuarenta y cinco años. Poco después, en 1941, Stefan Zweig, acompañado en ese gesto último por Lotte, se suicida en Petrópolis (Brasil). Le asistía la razón cuando, a la muerte de Roth, vaticinó: «Nosotros los exiliados no llegaremos a viejos».

Stefan Zweig. La imagen de su cadáver sudoroso y el de su segunda esposa polaca Charlotte (Lotte) Altmann, tendidos sobre dos sencillas camas en el dormitorio de su casa en la histórica villa brasileña de Petrópolis, a casi setenta kilómetros de Río de Janeiro, simboliza la decadencia de Europa y la impotencia del hombre. La tétrica fotografía nos muestra al escritor en camisa de manga corta con una corbata oscura cabalmente anudada para su cita con la muerte; y a Lotte, recostada sobre su hombro izquierdo y embutida en un discreto kimono. A la derecha de la pareja inerte, vemos en el macabro encuadre una mesita de noche con tapete, sobre la cual reposa un pequeño flexo, una servilleta arrugada, tres monedas, una caja de cerillas y un vaso y una botella vacía. Parece una imagen dadaísta. Y nos preguntamos: ¿Qué poderosa razón impulsó a Stefan Zweig a poner fin a su vida con sesenta años? El psiquiatra brasileño Claudio de Araújo nos proporciona una valiosa pista en su imprescindible libro Ascensión y caída de Stefan Zweig, publicado solo dos meses después de la inmolación. De temperamento ciclotímico, Zweig padecía una profunda depresión durante su exilio brasileño, agravada por la mala costumbre de automedicarse con barbitúricos para combatir su insomnio crónico. De hecho, poco antes de suicidarse había compartido con unos amigos la fuerte melancolía que invadía su espíritu. Simple accidente, escribe Araújo a modo de autopsia psiquiátrica de su muerte, que, quizá, se hubiese podido evitar si cerca de él hubiese existido alguien capaz de interpretar menos poéticamente el estado enfermizo de su espíritu. Alguien que le hubiese impedido, en efecto, cometer semejante locura con oportunos consejos. ¿Tal vez León Tolstoi, aunque ya estuviese muerto? Advirtamos que el escritor austríaco visitó por primera y última vez en su vida la urss, en septiembre de 1928, para participar precisamente en los actos conmemorativos del centenario del nacimiento de Tolstoi. No he visto en Rusia, consignó luego Zweig, nada más grandioso e impresionante que la tumba de Tolstoi. Sepultado bajo un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, sin cruz, ni lápida, ni inscripción, y ni siquiera su nombre: Tolstoi. El gran hombre, se lamentaba Zweig, está enterrado en el anonimato; el que sufría como ninguno bajo el peso de su nombre y fama, enterrado como cualquier vagabundo hallado por casualidad. Nuestro infortunado protagonista admiraba al príncipe ruso de las letras. Sabemos incluso que releyó alguno de sus libros en el ocaso de su vida. Pero no debió consultar de nuevo Confesión, a juzgar por su decisión fatal. Mi vida, se quejaba al principio el autor de Guerra y Paz, es una broma estúpida y cruel que alguien me ha gastado. Su profunda desazón, tras recorrer infructuoso los bosques del conocimiento humano (ciencias, filosofía, artes) tras de una explicación a su existencia, a punto estuvo de conducir a Tolstoi hacia el suicidio, como a Zweig, en el cenit de su vida, cuando ya era rico y célebre en todo el mundo.

Una antigua fábula oriental cuenta la odisea de un viajero amenazado en la estepa por una bestia furibunda. Para escapar de ella, el hombre salta a un pozo y logra agarrarse a las ramas de un arbusto salvaje que crece entre las grietas. Pero los brazos empiezan a debilitarse y él sabe que en algún momento caerá al abismo de la muerte. Mientras se aferra a la vida, repara en que dos ratones comienzan a roer el tronco, y sabe que su destino le conducirá finalmente hasta las fauces del dragón. Entre tanto, el hombre se consuela lamiendo las gotas de miel que halla sobre las hojas del arbusto. Pero pronto esa sensación dulce y placentera, propia del epicúreo, se transforma en un amargo regusto incapaz ya de distraerle de su trágico destino: el dragón de la muerte. La razón llevó a Tolstoi, como a Zweig, a concluir que la vida era absurda. Solo cuando Tolstoi empezó a mirar hacia arriba, mientras permanecía suspendido de las ramas de la vida, logró liberarse del miedo. Sobre su cabeza halló entonces el sustento de una robusta columna. Ese pilar salvador no era otro que la fe en Dios; o como la definía el propio Tolstoi: El conocimiento del sentido de la vida humana, gracias al cual el hombre no se aniquila, vive.

Stefan Zweig dejó escrita una hoja antes de poner fin a su vida en Persépolis. En el manuscrito explica que se despide de este mundo de propia voluntad y con la mente clara: Cada día he aprendido a amar más este país, y no habría reconstruido mi vida en ningún otro lugar después de que el mundo de mi propio lenguaje se hundiese y se perdiese para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyese a sí misma. Y concluye así: Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal. Su más preciada posesión en esta tierra. A mi alrededor, la historia íntima y la historia pública giran sin tocarse. No soy yo quien dice esto, aunque lo suscriba, sino Edgardo Cozarinsky. En su película La guerre d’un seul homme (1981) plantea dos escrituras en paralelo: los noticiarios franceses durante la ocupación alemana de París y el diario que Ernst Jünger escribió allí en las mismas fechas. Dos formas de documentar la realidad, en ambos casos de manera caprichosa, como si todo cuanto creemos saber sobre aquella época (miedo, persecuciones y asesinatos nocturnos, colaboracionismo, antisemitismo y cosmopolitismo) no importase. Las imágenes describen desfiles donde la elegancia de los uniformes atrae más atención que una joyería, a oficiales nazis fotografiando con turístico asombro los monumentos y las ocurrencias de la vida diaria vistas desde un café; y las palabras en voice over dan cuenta de jardines laberínticos y fabulosos encuentros con famosos (Picasso, Cocteau, Gide), ofreciendo a la literatura un tratado de paz para no tener que abordar los desastres de la guerra. Uno podría pensar que Cozarinsky quiere ser irónico, a la manera de Martín Patino en Canciones para después de una guerra (1976), dejando que imágenes y palabras se contradigan o vayan por caminos divergentes; sin embargo, lo que pretende es poner de relieve hasta qué punto cuando el cine o la literatura intentan mostrar la realidad lo hacen enmascarándola, racionalizándola, domesticándola, haciéndola más digerible. Su película recuerda que toda verdad es una verdad a medias.

Escalamos el suelo a pie. Solos o juntos, sin abrigo ni guía, suelo adentro, pasos arriba. Seguimos, nos perdemos y sobre el suelo plano se suceden aludes y refugios. A veces en la sima del sueño coronamos una verdad posible: cada paso es la cumbre. (Álvaro Tato)

Stefan Zweig y Joseph Roth, dos voces contra el nazismo

La Europa de Stefan Zweig envejece muy deprisa

¿Qué distinguía a Stefan Zweig de Tolstoi?

http://zumo-de-poesia.blogspot.com/2012/06/solo-al-inclinar-la-copa-por-stefan.html


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