Lo de arriba es igual que lo de abajo.
Lo de al lado es igual que lo de tu lado.
En las barberías se prohibía hablar de política. Podían cortarte el cuello. Y a saber las verdades del barbero, esos pequeños reaccionarios con derecho a navaja y a secreto de confesión de barrio.
Para hablar de política, hay que dejar claro que uno habla, no hace, pues ¿qué podríamos hacer, así tomados de uno en uno? Palabras para Julia. La política exige hablar como quien dice al vacío, sin miedo a pensar y sin miedo a dónde nos lleven nuestras ideas, lo cual es mucho más que discutir de Rajoy o Rubalcaba, Gürtel o Eres, Bárcenas o Sánchez Gordillo. El pensamiento político es pensamiento social. Un día te pilla, y ya no te deja, estés o no afiliado a un partido. La política es la utopía, el world perfect de cada quien. Por defender yo el mío, me he enfadado o se me han enfadado mi mujer, mi novia, mis hijos y mis amigos. Y, por supuesto, me he divorciado.
De la clase política, creo que habría que acabar con ella como hemos acabado con los verdugos de garrote vil: agradeciéndoles los servicios prestados y fijándoles la paga de una pensión. Vean el proyecto X de Futuro, que bebe directamente del 15-M. Coincidir con algo nuevo da más autoridad que el típico sabanilla griego. X de Futuro plantea revolucionar el principio de representación, origen de la democracia: que el Estado se gestione, sin clase política, por criterios de estadística, provisionalidad y azar, como se vienen gestionando comunidades, mesas electorales o jurados populares. Te toca, y punto. El legislativo pasaría a ser en proporción al censo electoral. Seguiría habiendo ideas de izquierdas o derechas, aunque bajo la sociedad real. Y si la mayoría real es de rentas medias o bajas, o de mujeres, más que de varones, en proporción a esa pirámide de población ‑que es de raíz económica‑, ningún banquero o Berlusconi presidiría nuestras vidas. Muerto el perro del vótame profesional, se acabó la rabia de lo mal que lo hace la clase política, de la que tiene que librarse el llamado electorado que ‑de paso‑ se libraría de su responsabilidad por haberle dado su voto a un gobierno o presidente impresentables.
La derecha tiene de izquierdas que sus valores supremos (el poder y el dinero) son valores, de suyo, intransferibles y la derecha los tiene que camuflar con paños de progreso y desarrollo, palabrería en el bosque del relativismo (alguien tiene que hacerlo o ellos también lo harían) que acaba engañando a unos y a otros, que ya no concebimos un mundo sin ellos, o sea: sin patronal (como si no hubiera cooperativismo), sin elecciones cada cuatro años (como si no hubiera mecanismos de encuesta pública instantánea), sin el aparato del Estado con Ejército, Magistratura, Monarquía, Conferencia Episcopal, donde la masa admite la corrupción con amplias tragaderas. ¿Urdangarín?: un particular. ¿La Iglesia?: parte intrínseca del espíritu español.
Si la derecha trafica con ideas progresistas, los demás cargamos con el lastre de nuestra vida breve, y la vida nos hace conservadores en tanto tenemos algo que perder: casa, sueldo, familia. Sin embargo, podemos concebir un futuro que podría ser de otra manera. Esa es la izquierda. Ocurre que la mala conciencia, de raíz socrática y religiosa, nos ha metido en el cuerpo el gusano de la coherencia personal. Coherente con mis ideas sociales, yo tendría que repartir lo que es mío. Con retranca, me increpan ¿Y tú qué haces por arreglar lo que criticas tanto? El miedo a esa pregunta o a su respuesta desvía muchas buenas intenciones hacia las oenegés, iniciativas que ayudan a coger el sueño pero que no harán nada por cambiar la piel de este mundo. Tan cierto es que Cáritas y oenegés combaten la miseria, como que viven de ella.
La sociedad no va a cambiar ni con gestos ni con gestas, sino por una idea. Por aunar esa idea, es importante no caer en las trampas de la conversación. Ni el anda que tú ni el mira quién habla, ni el caso del pobre aquel que es feliz con su pobreza, del ignorante con su ignorancia, o de lo bien que lo gana mi fontanero, casos que se citan para desmontar ni la fraternidad ni la libertad, sino lo más humano del ser humano y lo que más caro nos cuesta: la igualdad.
El discurso de la igualdad apunta al corazón del sistema económico: la alienación del trabajo y la propiedad de los medios de producción, dos claves que van a dar a la división social del trabajo y la riqueza, esa que hace de mí un mal pagado profesor y, de usted, un próspero industrial de fontanería; de mí, un cliente sexual y, de usted, una prostituta que, como cliente, exijo sindicada y con papeles, con olvido de las bases que dan lugar a la prostitución. Y a mi asistenta, que no tiene estudios, yo, con lo que he estudiado, ¿le voy a pagar más de seis euros la hora? Ese es el balance ético y laboral de nuestra maravillosa democracia, que sigue siendo la del señorito Platón: a condición del esclavismo dominante. Vayan ustedes a sus libros de texto.
Tenemos que ser iconoclastas y romper ideológicamente a martillazos lo que nos han echado encima desde antes de nacer. Ese es el vacío. Han vuelto los viejos lemas de ni dios, ni patria ni rey, ni dios ni amo, con el internacionalismo de o en todas las naciones o en ninguna. Lo mejor de las ideas democráticas es que ya todos concebimos (con la prostituta y el patera) que nadie es más que nadie. No soporto una genuflexión ante su majestad ni una mujer tapada sin preguntarme por qué no se tapan ellos, sus varones familiares. El reino del rey es nuestro reino y el burka es nuestro burka. Qué coño cultura. Lo de al lado es tu lado. Lo que es bueno para ti es bueno para mí. Tan fácil como ir a fondo común o pagar cada uno sus copas.
Contra las provocaciones, mi martillo ‑sin hoz‑ no tiene ni que salir a la calle. Es lo que notamos cuando vamos de manifestación: que el grito nos parece un poco rancio, por muy avanzadas que sean las consignas de las pancartas. Ir a la huelga general ya era un acto de fe. En vez de eso, nuestro martillo sin hoz está en la unión, que hace la fuerza, y en unos medios de comunicación social como jamás los ha habido. El mundo ‑como los ordenadores‑ se puede apagar y encender. Apagar la tradición, la costumbre. Apagar oriente y occidente. Apagar la civilización, la religión. Y encender el nuevo mundo con solo darle a un botón, a un me gusta. Y no haya miedo a qué vendrá después del apagón. Siempre será mejor que ver a un solo hombre, una persona sola, hurgando en los contenedores de la basura.
¿Lo hablamos o seguimos jugando al si les gusta o al pero es que?
Daniel Lebrato, Ni tontos ni marxistas, 17 de febrero de 2013

Pues aquí está mi «me gusta». Ojalá ese nuevo mundo termine por imponerse, y que el último apague la luz del viejo y caduco.
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