Make America Chingona Again.

Make America Chingona Again? Nota historiográfica. Mauricio Tenorio, 21 01 2025

En su segunda toma de posesión como presidente de Estados Unidos, Donald Trump amenaza con: a) Cosotas: enviar drones o tropas a México, como quien fuera a por el Cara de Piña Noriega u Osama bin Landen; comprar Groenlandia; recapturar el control del canal de Panamá; hacer de Canadá el estado 51 de la Unión; y b) Cositas: cambiar el nombre del Golfo de México a Golfo de América o renombrar la montaña más alta de Estados Unidos, Denai (que se alza en Alaska, es decir, en dominios extraterritoriales) con el nombre que el promontorio tuvo hasta 2015: Mount McKinley. Es decir, como el viejo imperio español, Trump promete ir a la espada y al compás, más, más y más, ora mandando tropas a Panamá, ora resucitando la figura del presidente norteamericano McKinley, asesinado por un anarquista en 1901, quien sacó al imperialismo norteamericano de su propia pudibundez. No es que Trump haga a Estados Unidos imperialista. A lo largo de casi toda su historia, Estados Unidos ha sido imperial e imperialista. Nada de especial: Brasil o México también nacieron con voluntad imperial. En 1812, Estados Unidos fue a la guerra contra Canadá, el imperio británico y sus aliados indígenas. Perdió. Y luego la guerra contra México fue apoyada por grandes imperialistas y resistida por importantes pacifistas y anti imperialistas. La guerra con México dividió a las asociaciones pacifistas, pioneras del antiimperialismo, y exacerbó las contradicciones entre el norte libre y el sur esclavista, que luego resultaron en la Guerra Civil. Aún hoy los libros de texto estadunidense reducen la invasión de México de 1848 a un pecadillo de creyentes en el Destino Manifiesto, acaso injustos, pero siempre valientes y eficaces, como si 1848 hubiera significado poco para el imperialismo o para el antiimperialismo estadunidense. Sin mucha atención a 1848, Daniel Immerwahr, autor de How to Hide an Empire: A History of the Greater United State (2019), explora al detalle el imperio de islas y bases militares con regímenes de excepción que surgió a fines del siglo 19 y que dura hasta el presente. Pero tengo para mí que, después de 1945, cuatro aspectos han hecho de Estados Unidos un raro caso en la historia de los imperios: su éxito económico y nuclear, su pudibundez, su irresponsabilidad y su ineficacia.

A diferencia de los primeros ministros ingleses hasta 1945, nunca un presidente estadunidense ha hablado del bien del imperio. Todos los presidentes de la posguerra han clamado cercanía con Dios y han alardeado de su nación: la más hermosa, poderosa, inteligente, buena y chingona en la historia del mundo. Pero, por follador y corrupto que sea, ningún presidente se atreve a no invocar a Dios o a decir lo que realmente quiere decir: this is the greatest empire in world history. Antes de 1945, guerras y expansiones territoriales se justificaban con superioridad racial, con ideas de destino manifiesto o de mandatos divinos. Pero los efectos imperiales y nacionales de 1898 (la guerra contra España) sacaron al imperio del armario: la elección presidencial de 1900, en la que se enfrentaron imperialismo (William McKinley) y antiimperialismo (William Jennings Bryan); la Cuba del Platt Amendment; el Puerto Rico en limbo legal; la guerra imperial en Filipinas y el factor Hawái.

Por primera vez Estados Unidos se veía a sí mismo de cuerpo entero ante el espejo y se descubría imperio, aunque se anhelara nación, o se reconociera como una nación que, si bien creada por un imperio, improvisaba leyes y prácticas para que, como estableció la Suprema Corte, la Constitución no siguiera a la bandera (Downes v. Bidwell, 1901). Y la reacción no se hizo esperar: surgió el primer gran movimiento antiimperialista doméstico, con la Anti-Imperialist League y con la participación de luminarias de la inteligencia y la política estadunidenses, de William James, Mark Twain, Carl Schurz. No es que McKinley y Theodore Roosevelt hayan inventado el imperialismo estadunidense, pero se han ganado su lugar como símbolos de la defensa desvergonzada del imperio. Relapse to savagery (vuelta a la barbarie), dijo William James de la guerra imperial estadunidense en Filipinas. Hoy para Trump, como en su tiempo para Roosevelt, ese recato imperial de James equivale a mariconadas. Y gordo, rico y macho, como Teddy Roosevelt, Trump asume suyos los significados de Mount McKinley y del canal de Panamá, legado de Teddy, a quien el antiimperialista Morrison I. Swift consideraba a good salesman of coffins, and top to be promoted to chief undertaker of America (un buen vendedor de ataúdes, y aspirante a ascender a director de pompas fúnebres de Estados Unidos).

Los imperios siempre fueron un ralo equilibrio de sangres: imponer a sangre y espada y pactar con sangre con grupos, aliados, súbditos locales o imperiales. Estados Unidos nunca respetó sus pactos con las naciones indígenas y, a partir de 1945, el imperio estadunidense ha sido particularmente irresponsable ante sus colonias y áreas de interés (increíble abandono económico de Puerto Rico, desinterés ante sus súbditos en los cientos de islas que domina), irresponsable ante los efectos de sus intervenciones (las salidas, caóticas, crueles e incompetentes, de Vietnam, Iraq, Afganistán) e irresponsable ante sus propios aliados (Otan, México, Irán, Canadá).

Pero, sobre todo, el imperio gringo ha sido ineficiente: Estados Unidos perdió todas las guerras en las que se ha embarcado desde 1945: Corea, Vietnam, Afganistán, Iraq… En la Guerra Fría, su gran orgullo imperial, Cuba, viró comunista. ¡¿Pos´ no que tan chingón?! El orgullo de Bush, pére, fue haber ganado la Guerra Fría, que es como creerse el héroe mata monstruos ante un dragón que se ha suicidado. El triunfo y poder de Estados Unidos, en última instancia, se reduce a algo simple y llano: posee la fortaleza nuclear para acabar con el mundo como China y Rusia, pero, si lo acaba, no habría ni again, ni América, ni grande, ni pequeña.

El Presidente Biden hizo que, por primera vez en muchas décadas, no haya soldados estadunidenses en las guerras del mundo. Pero eso no era dejo de virtud, sino símbolo de la debilidad del imperio. Acabar al mundo con armas nucleares, eso sí que puede hacer Estados Unidos. Pero más allá de eso, el imperio nunca ha sido más débil, económica, militar, políticamente. No puede ganar una guerra, ni puede abrir frentes armados simultáneos en Ucrania, Medio Oriente, Siria, Panamá, México, Cuba, Venezuela. Ni siquiera puede controlar al criminal convicto que perdona a quienes atacaron a los guardias del Capitolio e intentaron asesinar al vicepresidente de Estados Unidos.

En su toma de posesión, pues, el presidente Trump desinhibió al viejo y maloliente monigote del imperialismo estadunidense. Y anunció, urbe et orbi, el fin de la decadencia estadunidense. No shit! (¡No jodas!) Creo que Trump no inventa ni añade nada al imperialismo estadunidense, excepto la inconsciencia de su propia debilidad: él es el mayor símbolo de la decadencia del imperio que nos toca vivir.

Mauricio Tenorio. Historiador. Samuel N. Harper Professor of History, Universidad de Chicago. Entre sus últimos libros, Elogio de la impureza: promiscuidad e historia en Norteamérica (Siglo XXI, 2023) y La historia en ruinas: el culto a los monumentos y a su destrucción (Alianza, 2023).

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