
Leer un ensayo de Jorge Dioni López (Benavente, Zamora, 1974) provoca siempre un placentero cosquilleo. Hay algo gozoso y chispeante en la agudeza con la que trata los grandes temas de nuestro tiempo. En Pornocracia, su último título, utiliza la pornografía para explicar qué nos está pasando. Toda la ansiedad, toda la precariedad laboral, toda la invasión tecnológica que vivimos, todo el vacío existencial que sentimos y hasta el inopinado auge de la crueldad puede tener una explicación a partir del porno. No es que no lo sepamos, es que nos avergüenza admitirlo: la pornografía, su accesibilidad gracias a Internet, ha influido y moldeado nuestra cultura reciente.
Por decir una fecha, yo te diría que fue a partir del 15-M y de la confianza que se puso en las redes sociales y en Internet. Entonces aún no lo sabíamos, pero aquello que nos conectaba derivó en la creación de plataformas dedicadas a precarizar el trabajo, a extender el capitalismo y a beneficiar la acumulación. Algo que iba a servir para que todo el mundo pudiera colocar y distribuir su producto ha terminado por favorecer los monopolios. En el caso de la industria pornográfica, las actrices que trabajaban para las productoras tradicionales pasaron a autoexplotarse en la web. Solo dos empresas salieron ganando y se quedaron con todo el mercado.
O sea, que en 2011 aún no entendíamos en realidad cómo era no tanto el mundo como la tecnología. La tecnología es un recipiente vacío al que se le pueden dar multitud de utilidades. No todas buenas. Si quieres hacer la revolución tienes que saber que las revoluciones no se hacen. Las revoluciones se organizan.
American Psycho o El club de la lucha son narraciones que tienen casi 30 años y en ellas ya estaba presente la competitividad extrema, el cinismo, la falta de empatía y de conmiseración hacia los demás. Ese discurso, hoy, es absolutamente mainstream. Con el porno digital ha ocurrido algo similar: todo lo que estaba en los márgenes hoy está en el centro. Antes, en un videoclub o en una tienda erótica, el porno «normal», entre comillas, estaba en el centro, y lo «más fuerte» estaba apartado, en las esquinas de la tienda, casi escondido: violencia, escatología, zoofilia, etc. Hoy todo está, por así decir, en la misma estantería digital, es un continuum. Tienes tres vídeos de una categoría y debajo otros tres de otra categoría y así sucesivamente. ¿Cómo destacas entonces? ¿Cómo llamas la atención? Pues haciendo cosas cada vez más extremas: ocho señores y una señora a la que le hacen esta barbaridad y esta otra y esta… Algunas mujeres que se han leído el libro me han dicho: «Hostia, yo no entendía por qué pasaba esto, por qué mi pareja quería hacer esto, y ahora lo entiendo».
Si uno observa las carreras profesionales de las actrices, ahora son mucho más cortas pero hacen muchísimas más películas. ¿Por qué? Bueno, es un discurso que nos suena: «Tienes poco tiempo, aprovéchalo, ve más deprisa». El culmen es: «Sé tu propia marca. Crea tu propio contenido. Usa la webcam. Haz vídeos propios. Contacta con los suscriptores». Eso quiere decir que tienes la oficina abierta 24 horas. Puedes producir todo el rato. No tienes horarios. No tienes jefes. Algunos llaman a eso «libertad».
En este nuevo mundo la clave son los medios de distribución. La clave es el movimiento. Probablemente será eso lo que haya que pedir en el futuro: la expropiación de los centros de datos, de las redes de fibra, etc. Da igual que hagas un espectáculo porno online o que estés en una cadena de montaje en Tailandia. Da exactamente igual. El capitalismo siempre ha tenido una pulsión de muerte muy importante. Y una pulsión explotadora en la que el trabajador es algo absolutamente reemplazable. Siempre ha sido así, incluso en sus mejores días. El mismo Estado del bienestar nace así: «Vamos a crear unas mínimas condiciones sanitarias, unas mínimas condiciones formativas y unas mínimas condiciones de habitabilidad». ¡Para que no se mueran los trabajadores! No esperemos del capitalismo que considere a los trabajadores como seres humanos.
Ahora puedes no fabricar cosas, sino fabricarte tú todo el rato. Hace 20 o 30 años esta posibilidad no existía. Bueno, quizás estaba al alcance de los artistas, e incluso en ese caso el artista tenía también una industria. Pero ahora mismo sí existe la posibilidad de que haya una empresa que seas tú. Hay muchos pequeños elementos que proporcionan a una persona esa sensación, desde la propiedad hasta, por ejemplo, los sistemas de especulación. Esa especulación, hace unos años, solo estaba al alcance de unos capitales muy altos. Ahora mismo se ha popularizado y una persona con un ingreso no excesivamente alto puede ser trader y tener en su móvil su cartera de valores. ¿Cómo le vas a explicar a una persona que cobra mil pavos que es un simple trabajador si tiene en su móvil una cartera de valores? ¡No se va a sentir jamás un trabajador! Se siente del otro lado. Siempre, siempre.
Jacques Lacan dice que lo que impulsa la libido humana es el obstáculo. Esa explicación me convence porque la narrativa funciona igual. En la narrativa un personaje quiere algo y siempre hay un obstáculo que le impide satisfacer su deseo. Si no existe ese conflicto, la historia se cae. El obstáculo no tiene por qué ser un dragón, puede ser simplemente el paso del tiempo. Puede ser el caso de dos personas que se quieren mucho pero solo tienen dos horas para verse. ¿Cabe mayor angustia en esas dos horas? Todas esas películas, Breve encuentro (1945), Tú y yo (1957), Antes del amanecer (1995), se basan en esa angustia sobre el tiempo. Bien, pues ahí tenemos el obstáculo. Sin él, no hay conflicto y nos aburrimos un poco. Lo que ocurre con el exceso de oferta es que no hay obstáculo, y eso acaba creando una saturación. No es algo manejable por el ser humano.
Como el catálogo de Netflix, por ejemplo. A mí también me ha pasado eso de estar media hora buscando qué película ver y, claro, hay un montón de razones para no decidirme: es que esta dura demasiado, es que me apetece más una comedia, esta tampoco, por lo que sea… También me pasa a menudo en las librerías. Hay tanta oferta que me saturo. A veces, en la biblioteca no paso más allá de la mesa de recomendaciones por no perderme. Hay un exceso de oferta. El mundo, en general, se ha vuelto algo desproporcionado. Cualquier restricción eleva la creatividad. Y en el caso del sexo, eleva el erotismo.
«Follar es como ir a misa. Ya sé lo que va a pasar», dice un personaje de Autodefensa. La previsibilidad nos produce hastío. Y la incertidumbre nos produce ansiedad. Lo importante es que no haya una enorme incertidumbre. Tampoco se trata de vivir en la angustia absoluta, como si jugáramos a la ruleta rusa. Yo creo que debería ser como en los juegos de mesa, donde hay un punto de partida y unas reglas mínimas. De oca a oca y tiro porque me toca. Las reglas están claras, son previsibles, pero luego actúa el azar de los dados. Ahí estaría el término medio entre la previsibilidad y la incertidumbre.
En el mundo laboral vivimos la incertidumbre con muchísima angustia, precisamente porque las reglas se han roto. Puedes hacer bien tu trabajo, cumplir con tu horario y aun así ser despedido, porque esas son reglas de otro tiempo. Ya no sirven. Una fábrica puede dar beneficios y, a pesar de eso, puede que la cierren porque ha llegado un documento desde Frankfurt en el que se informa de una reestructuración general o de una nueva dinámica de proveedores. Y toda la plantilla va a la calle.
La literalidad empobrece la conversación. Limita su abundancia y le quita trascendencia, profundidad. Para mí tiene que ver con darle otro sentido a las cosas, con las diferentes capas de lectura, con el humor. Recuerdo ahora una frase de El retrato de Dorian Gray que me gusta mucho: «La coherencia, como la fidelidad, es la historia de un fracaso». La literalidad es eso, el fracaso de la comunicación. Cuando solo está el texto y el texto solo quiere decir eso que dice y nada más, entonces es que el texto es muy pobre, se acaba, no va a sobrevivir a sí mismo.
Literalidad de un pene entrando en una vagina y bombeando. No tiene más gracia que esa. Y la clave de ese género es que no es exactamente ficción. Lo que ocurre es real. Cuando una actriz porno tiene arcadas y lagrimea durante una mamada, eso es real. El porno se desarrolla en un terreno extraño. En el cine convencional, si se rueda una pelea los actores no se pegan en realidad. En el porno todo es real. Cuando una actriz llora, eso es real. Cuando vomita, eso es real. Se puede preparar ese vómito comiendo algo específico, igual que las dilataciones del ano, que también se preparan, pero el resultado es absolutamente real.
Los medios de producción se abarataron, se popularizaron y los hombres, que eran los que siempre poseyeron la simbología de la acción, tomaron la cámara: yo soy el actor, el productor, el director, el guionista y tengo que salir siempre. Y alrededor de eso creció una nueva dinámica. En esos primeros años del porno digital, el formato era similar al de los concursos televisivos: hay muchas participantes pero un solo presentador. Y siempre era la misma escena, una y otra vez, mientras las diferentes actrices iban pasando. Eso provoca una reacción en el público: el espectador se proyecta en el actor. Creo que es algo que se ve claramente en la cantidad de clones que hay de Rocco Siffredi en el mundo: futbolistas, cantantes de reguetón, concursantes de La isla de las tentaciones… Todos son Rocco Siffredi. Ese es el modelo. No son Hugh Grant, ni Brad Pitt, ni Leonardo Di Caprio, que eran los que supuestamente molaban antes.
El porno está produciendo un problema de inseguridad en los hombres. Ahora los veinteañeros sienten presión por tener un determinado físico y un determinado tamaño de polla. Todos los concursantes están cortados por el mismo patrón, aunque por edad no sepan siquiera quién es Rocco Siffredi. Y alrededor de eso se ha creado un marco estético y cultural: el marco de la dominación masculina. De la falta de empatía, de «yo te agarro del pelo y me impongo sobre ti». A veces escuchas historias de abusos y es inevitable pensar: «Lo que le pasa a este tío es que ha visto mucho porno y quiere hacerlo». Ya está. No hay más. Bueno, y hay otra otra cosa que produce el porno: un problema de inseguridad en los hombres. Ahora los hombres veinteañeros sienten presión por tener un determinado físico y un determinado tamaño de polla. Y esto es una novedad. Yo, con 20 años, nunca me sentí inseguro al desnudarme. Y eso que yo de joven tenía peor físico que ahora, pero no me pasaba. Ahora sí pasa.
«La masculinidad tradicional es agresiva porque está llena de miedo». Es una reacción al hecho de que quienes no tenían ningún poder, las mujeres, ahora tienen un poco de poder. Poquísimo, apenas nada, pero lo tienen. Quienes no tenían voz, ahora la tienen. Se oye muy poco, pero ahí está. Y muchas de las cosas que hacían los hombres ya no las pueden hacer. Hoy hay una primera generación de productores de cine o de profesores universitarios que ya no puede comportarse como lo hacían antes. Eso ha hecho temblar todo y ha provocado que haya hombres que se resistan y digan: «Yo quiero seguir haciéndolo». Pues no. No puedes. Y te tiene que dar vergüenza. Esa estructura social de la vergüenza está muy bien. Así es como avanzan las sociedades. Por otra parte, las mujeres están ganando espacio público, se están formando mejor y están consiguiendo mejores trabajos. Los hombres, que estaban acostumbrados a disfrutar a solas de sus espacios (el bar, el gimnasio, el fútbol, el trabajo), llevan muy mal este desplazamiento.
Se pone énfasis en culpar al porno de los abusos y de las violaciones en grupo, tipo La Manada. Pero eso ha existido siempre. Los hombres hemos violado siempre, no hemos necesitado nunca un estímulo exterior. Si el porno tiene la culpa de las violaciones, los hombres estamos absueltos. Pero creo que si quitas juzgados, si quitas puntos violeta, si redactas determinadas sentencias, si quitas ayudas a las víctimas de violencia de género, si limitas el número de agentes de policía especializados en violencia machista, si haces todo eso estás mandando un mensaje clarísimo a las mujeres. El mensaje es: «No nos importáis». Y creo que es todavía más grave y más potente que el del porno, porque se trata de un mensaje institucional. El mensaje que estás enviando a las mujeres es: «No nos importáis». Y ese mensaje es todavía más grave que el del porno porque es institucional.
Existe un problema de incomunicación sobre las diferentes expectativas que tienen cada uno durante ese descubrimiento del sexo. ¿Cuál va a ser la reacción de la chica cuando él le dé unos azotes? Pues lo normal es que sea: «¿Pero qué coño estás haciendo?». Y luego están todas esas teorías delirantes sobre las mujeres, sobre qué tipo de hombre prefieren: quieren un hombre guapo, musculoso, que la tiene muy grande, un macho alfa dominador… y nosotros estamos marginados. ¡Chico, pregunta! ¡Habla! ¡Comunícate con ella! Porque probablemente te estás equivocando.
Hablo de un prototipo de hombre al que llamo «el emprendedor empotrador». Ese modelo está en todas partes. Abres YouTube, abres Instagram, y ahí está. Siempre. Hay una cierta continuidad entre los discursos del porno y los del trading, los de algunos influencers, los de los criptobros, toda esa fauna. Están basados en una cosa muy americana que a mí me parecía marciana cuando era pequeño y la veía en las películas: la dinámica ganador perdedor. ¿Qué será un perdedor? Cualquiera es un perdedor, ¿no? Todos somos perdedores porque tenemos vidas normales.
Durante la pandemia todos tuvimos una experiencia vital que demuestra que nos ayudábamos entre nosotros, nos preocupábamos por el vecino, nos ofrecíamos a hacerle la compra. Somos bastante incapaces de dejar a una persona tirada. Cuando una persona se cae en la calle, enseguida llegan cuatro o cinco para ayudarle a levantarse y preguntarle si está bien. Luego igual sí te ríes, pero cuando han pasado dos horas y se lo cuentas a alguien. Pero reírte en el momento, eso no. Presenté el libro con Ignatius Farray y dijo una cosa muy interesante: el humor es una herramienta de poder superpotente. Si alguien lo está pasando mal y te ríes, lo destruyes. Le estás diciendo que no es nadie. Que no es nada. La risa es una humillación. Y la humillación, por cierto, es algo muy habitual en el porno actual. Incluso el dolor. ¿Por qué hay quien se excita con el dolor? Porque hay un momento en el que se desconecta. Se centra sólo en su propio placer. Ellas están ahí, pero tú no. No formas parte de esa estructura. Ves que hay gente que lo está pasando mal, pero te da igual. Las mujeres, en ese contexto, dejan de ser personas. Son imagen. Es la cosificación extrema.
Porque la derecha conservadora ya no existe. Existe la izquierda conservadora, y es perfectamente comprensible. Se trata de conservar cierto marco laboral, ciertos servicios públicos. Cuando eso definitivamente ya no exista, volverá a haber una izquierda revolucionaria. Aunque cabe preguntarse si no sería conveniente que existiera ya. La derecha, hace tiempo, se dio cuenta de que era mejor para ella crear espectáculo, movilizar sentimientos, fomentar el resentimiento y el miedo que tener un programa.
Hablo de Friedrich Hayek (principal teórico del neoliberalismo y del desmantelamiento del Estado), pero ni siquiera Hayek podía prever a un personaje como Donald Trump. Yo creo que Trump simplemente quiere enriquecerse. Y veo a Milei como un personaje. Los peligrosos son los que vienen detrás de ellos, los que realmente se creen el mensaje. Me parece fascinante que haya gente que crea que el capitalismo puede sobrevivir sin el Estado. Trump no está ahí. Él ha vivido toda la vida del Estado. Lo bueno es que para frenar todo esto tenemos a nuestra disposición el botón del pánico: se puede pulsar cada cuatro años. Lo hicieron en Brasil para echar a Bolsonaro. ¿Pero qué pasará el día en que ese botón ya no esté? Podría pasar.
1998: el año que se comercializó la Viagra. La Viagra es fundamental. Te da la sensación de que no pasa el tiempo. Hace unos años, te hacías mayor y dejabas de lado la pulsión del sexo. Hay otra frase de Oscar Wilde que me encanta y que dice más o menos así: «Los jóvenes pueden ser infieles, pero no quieren porque creen en el amor. Los viejos querrían ser infieles, pero no pueden aunque ya no crean en el amor. Por eso defienden la fidelidad». ¡Eso es exactamente el pensamiento conservador! Y entonces llegó la viagra y Berlusconi y sus fiestas bunga bunga, y el pensamiento conservador, demócrata cristiano o como quieras llamarlo, desapareció. ¿Cuál es el hilo que une el castillo de Silling, de Los 120 días de Sodoma, y eso que se llama «el sueño andorrano» de los youtubers?
