La meteorología en la literatura.

Por Antonio Masero Jareño “clarillo” anjamas51@terra.es Colaboraciones de la RAM, 24/10/2003

Con Octubre muere en Vetusta el buen tiempo. Al mediar Noviembre suele lucir el sol una semana, pero como si fuera ya otro sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedida preocupado con los preparativos del viaje del invierno. Puede decirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama el veranillo de San Martín. Los vetustenses no se fían de aquellos halagos de luz y calor y se abrigan y buscan su manera peculiar de pasar la vida a nado durante la estación odiosa que se prolonga hasta fines de Abril aproximadamente. Son anfibios que se preparan a vivir debajo de agua la temporada que su destino les condena a este elemento. Unos protestan todos los años haciéndose de nuevas y diciendo: “¡Pero ve usted qué tiempo!”. Otros, más filósofos, se consuelan pensando que a las muchas lluvias se debe la fertilidad y hermosura del suelo. “O el cielo o el suelo, todo no puede ser”. (principio del capítulo 16 de «La Regenta» (1884-85), de Leopoldo Alas Clarín)

El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara! Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de velloritas que parecen chispas de sol! (mitad del capítulo 30 de «La Regenta» (1884-85), de Leopoldo Alas Clarín)

Al amanecer del cuarto día, el viento que había estado soplando suave del oeste empezó a rolar al sur. Inquieto, Coy miró la oscilación del anemómetro y luego el cielo y el mar. Era un día anticiclónico convencional, de principios de verano. Todo estaba en apariencia tranquilo, el agua rizada y el cielo azul, con algunos cúmulos; pero podían distinguirse cirros medios y altos moviéndose en la distancia. También el barómetro mostraba tendencia a bajar: Tres milibares en dos horas. Al despertar, después de darse un chapuzón en el agua azul y fría, y oír el parte meteorológico, había anotado en el cuaderno de la mesa de cartas la formación de un centro de bajas presiones que se desplazaba en cuña por el norte de África, vecino a una alta de 1.012 inmóvil sobre Baleares. Si las isobaras de una y otra se aproximaban demasiado, los vientos soplarían duros desde mar adentro, y el Carpanta tendría que refugiarse en un puerto e interrumpir la búsqueda. (principio del capítulo 12 de «La carta esférica» (2000), de Arturo Pérez-Reverte)

Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las hierbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales lágrimas por un semblante rugoso y moreno. (comienzo del capítulo I de «La madre Naturaleza» (1887), de Emilia Pardo Bazán)

Allá, por la parte de Torrealta, venía una oscuridad misteriosa, pero sin una nube, como si el cielo se hubiera teñido de un tono añil transparente Un aire fuerte comenzó a moverse de súbito y revolvió las copas de los olivos, levantando entre las encinas un polvo blancuzco y denso. Era un aire cálido, sofocante, como el aliento de una hoguera. La cumbre de la sierra se tiñó luego de un color cárdeno. En la misma sombra se fueron envolviendo los valles, y al nublarse el sol, cesaron los rumores, el canto de los pájaros y reinó una calma sorda y aterradora. Luego, todo el cielo fue una mancha violácea, negruzca, levemente diáfana Era esto un silencio de muerte, un sosiego total, una suspensión de la vida. Sólo el aire, levantando remolinos de vez en cuando y haciendo cimbrear las ramas de los árboles, daba la sensación de una vida misteriosa alentando invisible en aquella calma. No llovía tampoco. Sólo unos goterones gruesos y fuertes golpearon la tierra un momento y dejaron un olor acre de polvo mojado; pero de pronto súbito, instantáneo, rasgó el cielo un relámpago, y un trueno seco, rápido, restalló encima como el trallazo de un látigo gigante. Se sucedían los relámpagos, bengalas intensas que cegaban un instante los ojos y parecían chasquear con un olor metálico. A continuación truenos fragorosos parecían socavar los cimientos de la casa y rajar las corpulentas encinas. (capítulo 31 de «La sangre de la raza» (1919), de Antonio Reyes Huertas)

Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento. Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aun, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas de la rifa. Orvalla despacio y sin parar desde hace más de nueve meses sobre la hierba del campo y los cristales de mi ventana, orvalla pero no hace frío, quiero decir mucho frío (comienzo de «Mazurca para dos muertos» (1983), de Camilo José Cela)

Macizos de junqueras a un lado y de chumbos al otro, la tierra roja, sangre de toro cuando terminaba la albariza, aire duro y el vaho denso de la marisma, en oleajes calientes. Por agosto, la lámina rubia de las eras, el grano en pilas, revoleo de parvas a compás de un cante de trillo y el sol firme, resecando el bayunco de los chozos. Porque lo que tiene vivo, presente, de “El Yuntero” no es la tarde bajo la lluvia o el soplo del invierno desnudando la cepa, sino la alegría de los pámpanos, el cortador doblado sobre el sarmiento y, luego, la reata, con los serones colmados, hacia la bodega. Las dos de la tarde sobre la ciudad, rejoneándola ese sol que deja en las manos y en la espalda un calor húmedo, viscoso. Verano del membrillo que empieza a madurar en el sequío pedroseño, barrunto de lluvias y por la feria ganadera de San Miguel. No son ya la calina y la ardentía de agosto, sino el resistero a plomo, caldeado. Las calles solas y el silencio que asusta señalando la hora de una ciudad que parece muerta. La tarde se ensombrece bajo el nublado y la lluvia pone en el cristal un rosario con cuentas de agua. («Epitafio para un señorito» (1972), de Manuel Barrios)

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