El hombre de Altamira dibujó un bisonte para atraer a su presa y ya la vio cazada. Totem. Magia. Por una mirada, un mundo, escribió Gustavo Adolfo Bécquer [Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso… yo no sé qué te diera por un beso. Rima 23]. De los seis sentidos corporales, el primero y de más recorrido es, sin duda, la vista y, así, decimos que algo nos “entra por los ojos” y por algo la vista encabeza siempre el repertorio. El arte y la literatura han fomentado esa primacía y hasta la religión, que consiste en ver lo que no se puede ver, y la teoría común del amor, que es ciego y clarividente a la vez, se asientan en la mirada del ojo, ese ojo que “no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”, dicho por Antonio Machado en sus proverbios y cantares. Y con el ojo, el cuerpo, la posesión y disfrute que traerán oído, olfato, tacto, gusto y sexo.
Pero otro aprendizaje (menos animal) trajeron costumbres sociales y buena educación, el teatro y las artes figurativas con su puesta en escena, desde el desfile y la procesión, hasta la ropa y la moda, maneras de emitir desde la distancia que antes o después nos disuade: se ve pero no se toca (recuerden el lema publicitario: El largo de mi falda no te dice que sí). Aquí el emisor y, aquí, el receptor, dos mundos cerrados incomunicados: prohibido tocar, como la manzana del Paraíso, primera transgresión de que tenemos noticia. Prohibido tocar. Pero lo prohibido se hace aliciente, ¿por qué será? y multiplica, cuanto más nos lo prohíben, su poderoso atractivo. Lo emisor y su mensaje son el exhibicionista y, lo receptor, el voyeur. En un juego de dobles, dos se cruzan y confunden en uno solo. Quien mira y quien le devuelve la mirada. Y aunque te creas a salvo en tu asiento, en tu butaca, tú eres, el factor voyeur, inevitablemente el espectáculo. Solo por ti se alza el telón. La mirada es un mundo abierto a la posesión de lo otro, lo que no nos pertenece pero podría ser nuestro siquiera un momento saltándonos la convección de la imagen y las distancias pactadas, la educación recibida tras ese oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel, 1977). Uno de los nuestros, Juan Cobos Wilkins, en su prólogo a De quien ama a un gigante(Blogspot), de Daniel Lebrato, reflexiona en clave de escritura literaria, y lo que vale para la literatura, vale al juego de mirar y ser mirado: «La prueba está en abril, cruel, que hace florecer a las lilas: el héroe acompañado, el exhibicionista, el cobarde, el que se desconoce a sí mismo y al otro teme, mata. O, al menos, eso finge. En los espejos. El héroe solo, el perdedor, se desmaya en los brazos de su víctima. O, al menos, eso finge. En la escritura. ¿Matar y amar no riman como las mantis verdes con las góndolas en los tres días que preceden al miércoles de ceniza? Pero si fuese el gigante no más –¿no más?– que la propia escritura, quien le ofrece paraíso e infierno, paseo por el amor y la muerte, crimen y castigo, condenado estará a establecer con él, con ella, –en el hermafrodita– una relación semejante a la de Sísifo con su piedra. Y desde ese instante y su relámpago, también, consigo mismo. Pues imposible habrá de resultarle ya mirar aquel silencio y luego contemplarse aún en rumor latiendo. Quien ahí ve dos existencias bifurcadas, yerra. No lo son. Fatalmente no lo son. En uno y mismo se convierten vencedor y vencido y esencia y existencia confabúlanse para engendrarse en un gigante herido, en la herida de un gigante, la escritura. Vencido y vencedor están en idéntica sangre de palabra. Es el insomnio del escritor el sueño de la escritura, como los sueños de la escritura generan la razón del dulce monstruo, del gigante. Destruimos lo que amamos para poder seguirlo amando en la perfección de la nostalgia. Matarlo, sí, para ser de él definitivamente el Ave Fénix, su quimera. No amarlo, no, porque la inteligencia poética del corazón se mueve con argucias, planea su estrategia y ataca con premeditación y alevosía pero nunca antes de conocer el resultado de su táctica triunfal: será derrotada y, por tanto, se instalará ya sin temor a ningún enemigo y por y para siempre en el corazón poético de la inteligencia de su verdugo. Camino de perfección tan misterioso. Ulises y el Cíclope tienen un mismo y solo ojo. David y Goliat única e igual honda. Y así, quien ama a un gigante se sentirá extranjero entre los suyos, nombrará con insistencia a los bárbaros, confundirá su norte con el Sur. Y acertará. Porque deslizándose en espadas y labios –y en dónde si no, cuando un libro es campo de batalla y a batallas de amor…–, igual que un caballero galante, baja el puente levadizo a princesas y a pajes y no lo iza a la gleba que, tras bailar un tango oído en una de esas viejas radios cubiertas por cortinillas de cretona estampada o contemplar en un cine de barrio aquella inolvidable escena, desea emocionada entrar. Que pasen. Como el público de Lorca. Y entra la dama refinada y modernista y el rufián entra. Y se produce la ósmosis de vasos –de vino– comunicantes. Igual que H. y K. en La reina de África. Ese amor cortés y encanallado, bíblico, sólo puede cantarse susurrado con luna en la borda de un barco: la noche que me quieras. O gritarse a voces en un templo con eco: no sé cómo nombrarte, diríase que un ángel te inventara de pronto. Más: trastocando refranes populares o buscando fronterizas experiencias sensuales en la mutilación inocente de las palabras para que la ambigüedad de sus miembros amputados duplique el placer de los sentidos. Lenguaje en creación. Ironía burlona y amarga del arquero que confunde Esmirna con Finisterre. Y lo sabe. Y nos guiña su referencia indiferencia cultural antes de encomendar su suerte (pues el error cometido debe pagarse, tiene un precio), ya su espíritu, en esa oración de vida del poema 23: “Dirás metales agudos vértices, mi espada geminada, afiladísima en la piedra dulce de los sacrificios y en el lúpulo ritual del sacrilegio. Dirás dobles aceros o dobles labios, nunca el milímetro y preciso filo con que he llegado a herirte, nunca la exactitud del óxido que tu herida en mi espada provoca”. Resucitar resulta menos lírico que consumarse. El sacrificio puro es el del adjetivo, no el del verbo. Tal vez por eso cuando los impuros, los secundarios, son protagonistas llega, por fin, la luz solar –y tanta luz, insólito crepúsculo– a los jazmines lunares. Aunque únicamente sea por unas fugaces horas y el encantamiento se rompa a mediodía y retorne Cenicienta a su burdel y el jazmín a su pureza. El nuevo ser surgido de la derrota del encantamiento sabe que los molinos no son gigantes y quemará sus libros y salvará del incendio sólo el fuego: la escritura ardida, el humo de la palabra quemada: el quémame los labios para que mis palabras sean puras: el amor al gigante, el amor del gigante. ¿Quién, libre de pecado, arroja la primera palabra de su boca a su boca y en ella lo ama si con ella lo mata? Yo he matado a un gigante e incluso habiendo tomado la precaución de enterrarlo en la misma torre de Babel, aún así, he tenido luego que luchar todo el invierno con la virtuosa nieve que manaba sin cesar de su esqueleto. La palabra ama. Y yo he amado a un gigante y he visto cómo su sombra violeta permanecía en la nieve aún después de él marcharse y olvidar yo su abrazo. La palabra mata. La palabra ama y mata como la mantis. Pero nunca resucitar será tan lírico como consumarse.» El propio Daniel Lebrato hizo burla de la altivez simbolizada en la Giralda: «Oscura y servicial, esclava del viento que la lleva. No la mires. Otro cuerpo busca, de campanas, quien se atrevió a mirar y a ser mirado.» Donde Giralda y Gigante, pongan ustedes lo que más deseen: «En el muelle de las tabernas el héroe escupe a media mueca labio, cigarro y vino. Escupe sedas y naufragios, bellos rostros de pajes y princesas (la constancia en su cara de que el dolor existe). Remotos horizontes, prodigios y batallas, por una noche juntos, y no el viaje, la mueca es la aventura.» Pues eso. La mueca, el relato o el intento, es la aventura, la llave que abre, tras la mirada, las puertas al oscuro objeto del deseo. Y no se desanimen. Con la vista, vienen otros sentidos que pueden llevarles a donde ni se imaginan. Pasen y vean. Hay mundos cuyo precio, lo dijo Hermann Hesse, es la locura. O este Pedro Salinas: Buscaos bien; hay más. En clave matemática: «¡Sí, todo con exceso: la luz, la vida, el mar! Plural todo, plural, luces, vidas y mares. A subir, a ascender de docenas a cientos, de cientos a millar, en una jubilosa repetición sin fin, de tu amor, unidad. Tablas, plumas y máquinas, todo a multiplicar, caricia por caricia, abrazo por volcán. Hay que cansar los números. Que cuenten sin parar, que se embriaguen contando, y que no sepan ya cuál de ellos será el último: ¡qué vivir sin final! Que un gran tropel de ceros asalte nuestras dichas esbeltas, al pasar, y las lleve a su cima. Que se rompan las cifras, sin poder calcular ni el tiempo ni los besos. Y al otro lado ya de cómputos, de sinos, entregamos a ciegas —¡exceso, qué penúltimo!— a un gran fondo azaroso que irresistiblemente está cantándonos a gritos fúlgidos de futuro: Eso no es nada, aún. Buscaos bien, hay más.» Pasen y vean. Y abran sus sentidos: «Bajará el índice febril buscando los arcanos del pecho, allí donde la ardiente zarza no se consume y un pan de miel para los labios rebosa. Ganará la mano en osadía cuando atraviese el mar rojo de la camisa y siga entonces la ruta de caravanas del vello más suave. Y así la cremallera levante sus almenas, no habrás de detenerte hasta la tierra prometida.» Señoras y señores: Que esa tierra prometida la hagan suya.
Daniel Lebrato, para la página Espectáculos Boys Luxuris.
(Daniel Lebrato es autor de los libros De quien ama a un gigante (1988) y ¿Quién como yo? (1996), que se citan, y redactor de la revista [eLTeNDeDeRo])
