Miguel de Cervantes (Quijote, 38) prefirió las armas a las letras; letras que no son letras frente a ciencias, sino letras de letrado, también notario, gente de orden, en lo que llamamos acepción: aceptación, aprobación.
De 1792 a 1900, un siglo, la humanidad asistió, desde la decapitación de un rey (cuya monarquía había venido por la gracia de Dios), al Dios ha muerto de Hegel, Nietzsche o Dostoievski. En cien años se habían desmoronado las bases sagradas del poder y la religión y la economía (1867 Marx. 1859 Darwin. 1899 Freud). Ocurre que la comunidad artística y literaria, a hombros de la teoría del genio, se apresuró a ocupar la vacante de Dios (1837 La torre de marfil). Hoy como ayer, la literatura se divide en dos: quien gana y quien pierde o quien paga. Desde 1914 (el ready made de Duchamp) el arte está muerto. Lo que no está muerto es el ruidoso gremio de la escritura.
A ese gremio de la poesía, Irene Vallejo se dirige con palabras inamovibles que no lo son: cultura, saber, arte, letras, conocimiento, intelectual, sabiduría, aprender, enseñar, docencia, maestro, escuela, carrera, creativo, escritor, dramaturgo, músico, actor, trabajo, ciudadano, derecho, lucro, ánimo de lucro, ganar la vida, oficio, clase, esclavo, advenedizo, aristócrata, noble, no noble, innoble, decoro, gente de bien, prestigio, pasatiempo o aficionado.
En Roma, ciudadanos de pleno derecho podían dedicarse a actividades artísticas y literarias si lo deseaban, siempre que fueran ocasionales y, sobre todo, desinteresadas. En cambio, pretender ganarse la vida con las letras era un afán poco decoroso para la gente de bien. Los conocimientos con ánimo de lucro quedaban inmediatamente desprestigiados. Los maestros de la escuela antigua, en su mayoría esclavos o libertos, ejercían una tarea humilde y menospreciada. Los patricios y aristócratas valoraban el saber y la cultura, pero despreciaban la docencia. Se daba la paradoja de que era innoble enseñar lo que era honorable aprender. Quién nos iba a decir que en tiempos de la gran revolución digital volvería a tomar fuerza la antigua idea aristocrática de la cultura como pasatiempo de aficionados. El viejo estribillo suena otra vez, repitiendo que si escritores, poetas, dramaturgos, músicos, actores, cineastas quieren comer, deberían buscarse un oficio serio y dejar el arte para los ratos libres. En red, el trabajo creativo se reclama que sea gratuito.
El infinito en un junco es tan cierto como La biblioteca en el bolsillo o la poesía en su teléfono móvil. Cuestión de fe. Lo que tiene la ventaja de ahorrarnos discusiones.
