Los grandes poetas son grandes místicos, como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz. O como William Blake, Lautréamont, Rimbaud o Artaud, místicos de lo insondable y lo terrible. O como Rilke y Antonio Machado, que experimentaron la inminencia de una revelación. Machado se preguntaba si hablaba solo porque esperaba hablar a Dios un día, y Rilke presumía que la muerte representaba el punto de encuentro con lo divino: “Dios, que se nos escapa en el cielo, volverá a nosotros desde el seno de la tierra”. La poesía apunta al corazón de lo divino, pues ahí está su origen y su destino. Una poesía que le dé la espalda a lo sagrado en todas sus formas –amables o terroríficas- es una higuera estéril, palabra desarraigada y perecedera, incapaz de captar la vibración más profunda del cosmos.
