Cuatro años pasado desde aquel 1 de octubre del 17, la cuestión catalana, bajo la fórmula derecho a decidir, se adelgaza y se hace grado, rasgo distintivo como para dictar (lleva años así en Cataluña) nuestra vida social, el mapa de nuestras relaciones personales.
El derecho a decidir del que hablo no está en una papeleta a referéndum ni en las legislaciones del Estado ni en el lenguaje de la política.
El derecho a decidir del que hablan en Cataluña, a fuerza de ser noticia o lema publicitario, enfrenta a cada no catalán a una pregunta a SÍ o NO que debe ser contestada y que no admite peros ni sin embargos: sí, pero, antes, lo que de verdad importa a la gente; sí, pero que votemos todos los españoles; sí, pero dentro de un marco federal.
El derecho a decidir tiene la fuerza de los buenos lemas, que vencen las adversativas y los circunstanciales. Es una definición como la fe: se tiene o no se tiene y luego ya veremos en qué dios o en qué religión.
La ética del derecho a decidir es la misma que la de todo y cualquier derecho humano, que son, en plural, fundamentales, universales y potenciales: se tienen porque se conciben racionalmente, aunque no nos incumban (como los que dictan el buen trato animal) o aunque ojalá no los usemos nunca (como los del habeas corpus).
Otra forma de ver el derecho a decidir -menos solemne, pero tanto o más potente por cuanto en la frivolidad gana su fuerza- es tomarlo como moda o costumbre que no seguiríamos, pero que toleramos: como el tatuaje a lo Messi, los tacones de aguja o el velo islámico. Total, ¿quién nos ha dicho que las pobres criaturas tenemos que razonar como si fuéramos dueños de la alta política o de los dibujos de la historia que han traído como consecuencia lo que es Historia, Estado, España o Cataluña?
Vuelve a ser la hora del laissez faire, laissez passer, y que la gente sea -también los pueblos, las naciones- lo que quiera ser.