El humanismo era otra cosa.

Aunque el término humanismo es creación del siglo 19, se aplica al humanismo renacentista​ a partir de Italia siglo 15, caracterizado por su vocación filológica clásica y por su antropocentrismo frente al teocentrismo medieval.

Si el término data de 1808, también el concepto escapa al Renacimiento y llegó a estar mucho antes; al menos esa lectura humanista o humanística es la que se hace desde la invención de la filosofía, algo que sucede en Grecia desde el año -600 hasta cuajar en el gran siglo quinto con Sócrates, Platón y Aristóteles.

Los lemas del humanismo serían «El hombre, la medida de todas las cosas», frase atribuida a Protágoras (485-411) y «Nada humano me es ajeno», sentencia que usa el personaje Cremes dentro de la comedia Heauton timorumenos (El enemigo de sí mismo), de Publio Terencio Africano (-165).

En qué momento el hombre dejó de ser la medida de todas las cosas o por qué el humanismo dejó de responder a sus expectativas hasta llegar a verse como lo vemos hoy, son preguntas de respuesta obligada.

Yo diría que la quiebra del humanismo estuvo por causas diacrónicas en el producto inicial, principalmente por no haberse abolido la religión de la esfera pública de la vida: un cristianismo que dividió Europa en dos, catolicismo y reforma, con guerras de religión, Inquisición y monarquías teologales como la Iglesia Anglicana que abrirían paso a los actuales estados confesionales (Mauritania, Israel, estados o repúblicas islámicas) donde el humanismo del hombre está erradicado de todas las cosas. También las constituciones de las democracias occidentales se perciben como libro sagrado o religión de libro, para el caso, algo inviolable materia de guardianes de la Constitución. Miren, si no, a Cataluña.

Y diría por causas sincrónicas por disolución del propio concepto del hombre, por la intrínseca e inseparable condición del capitalismo, modo que, al consagrar dos valores, capital y trabajo, por encima de todos los valores, hace de los valores o derechos humanos una pasmosa palabrería. Que el dinero es la medida de todas las cosas, lo suscribe hoy cualquier ideología de izquierdas o de derechas, se haya leído o no El Capital de Carlos Marx. Y que ningún dinero me es ajeno, lo firma también cualquier proyecto, hasta el más humanitario o solidario o no gubernamental.

Realmente vivimos entre una fuerza centrífuga que nos divide, que es el capitalismo, y una fuerza centrípeta o de agregación, que son los Estados sin los cuales el individuo no. En ese esquema, la política juega un papel de primera pues “una persona, un voto” da a unos la ilusión de poder cambiar las cosas y, a otros, de que son imprescindibles para ese cambio querido.

Total y al final damos por bueno un reparto malvado entre electores y elegidos y, por eterno, el sistema obsoleto que los guía: la democracia profesional o, si se quiere, la democracia de la política profesional o de los partidos políticos profesionales.

Una sociedad que de partida y de por vida nos separa y discrimina será cualquier cosa menos una sociedad humanista. De ahí que alguien dijera que la clase política es como el fútbol: afición y equipos y partidos, y a ver quién gana. Quien nos aburre contra Vox o contra tal fobia o delito de odio, está jugando a lo mismo que critica: es la misma Vox, fobia y odio. El humanismo era otra cosa.

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