A principios de 2020, la izquierda española llegó a alcanzar cotas nunca vistas ni oídas desde el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. De las tres siglas concurrentes al Gobierno de coalición, al menos una, Izquierda Unida, llevaba en sus venas la larga tradición PCE de lucha antifascista acumulada dentro y fuera de España, en el exilio y en el maquis, en la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, durante las cárceles y comisarías, en los comités de empresa, en las asambleas de facultad, en la larga noche de censura, represión y doble vida bajo el franquismo.
Esa larga noche antifascista consistió en movilizarnos todos contra todo: la dictadura que nos tenía, a unos, por terroristas; a otros, por comunes o anarquistas; a este, por cristiano por el socialismo, a aquel por Comisiones Obreras, al otro por propaganda ilegal. No importaba quién fuera el represaliado ni cuál la pena que le había caído. ¡Amnistía y Libertad!, gritábamos por todo lo que se moviera en contra del general que se hacía llamar generalísimo. ¡Amnistía y Libertad!, fuera cual fuera la causa que se movía: nos movíamos todos.
Hoy, que Izquierda Unida ocupa plaza en el Consejo de Ministros (del Psoe, para qué hablar; de Podemos, qué, si expresamente vino al mundo como “de la gente” y nada de izquierdas); hoy, que algo de mí y de mi historia se sienta y no se siente en el Gobierno de España; hoy, que machacan a Cataluña con la complicidad de esta izquierda preocupada, eso sí, por lo que de verdad preocupa a la gente, siento, en el fondo del corazón y del hígado, una rabia que es tristeza hasta la náusea.